jueves, 6 de diciembre de 2012

ø


Una hora se agranda, hasta perderse. Titubeante, otra más se atreve a salir del escondrijo y al tocar levemente el enladrillado de la calle, se infla y sale volando. En el número treinta y dos del bulevar un adolescente minuto, repeinado y con vaqueros ceñidos, decide hacerse un hueco entre sus compañeros de especie.

 El hogar dejó de ser un lugar al que considerar hogar. Cada vez se vislumbran menos ventanas encendidas y el tiempo, literalmente, vuela. Las horas, los minutos, los días, los segundos, los decenios, los 39 segundos, los 49 minutos, el fin de semana, la semana y tres cuartos, los 173 días, los 3 milenios. Todos dejan de existir como tales una vez que alzan el vuelo. Cuando saltan, cae la máscara y con ella cualquier significado. Se convierten en lo que realmente querrían haber sido, aunque se ven unos a otros como grisáceos pequeños remolinos de pelusa. Grandilocuente consciencia para una vacía apariencia. 

A lo lejos, el hogar se percibe indiferente y el brillo de la nada ciega. La incertidumbre y la alegría fornican con furia. Seguir el paso a los demás resulta sospechosamente sencillo y espontáneo; ¿hay decisión en sus pasos o todo está mecánica y cruelmente establecido? 

El tiempo ya no existe, se ha convertido en un baile de ilusiones, mentiras, psicodelias. El tiempo ya no existe.