lunes, 10 de diciembre de 2007

(A)hor(r)a


Cuando se quiso dar cuenta era otra vez otoño. De vez en cuando echaba un vistazo debajo del colchón: el saco color garbanzo solía estar vacío, insultantemente hueco; apenas le quedaban minutos que gastar, todos se evaporaban en quehaceres y obligaciones que atacaban sin piedad y que debía vencer sola. Sus horas, por el mero hecho de formar parte de su vida, tenían que estirarse y ser más eficientes que el resto porque, de no ser así, simplemente todo se paraba y dejaba de funcionar.

Ahorrar tiempo era una empresa titánica, llevaba años esforzándose y un triste puñado de minutos era lo máximo que había logrado conseguir. Sus ahorros de toda una vida se reducían a una temblorosa cifra; ¿qué podía hacer con solo treinta y cinco minutos?

Fijarse en detalles como aquel significaba un gasto de segundos considerable, gasto que Elisa no se podía permitir. Otoño, invierno, ¿qué más daba? Cuando en un acto rutinario, cronómetro en mano para no malgastar, desató el cordel del saco y revisó su contenido sus ojos se encendieron. Debía tratarse de un error; al abrirlo millones y millones de horas, días, meses y años se amontonaron en la pequeña habitación. Literalmente era dueña de todo el tiempo del mundo. Tardó un rato en asimilarlo y cuando lo hizo, decidió bajar al parque, caballete en mano, y empezar a gastar su recién adquirida fortuna.



Banco del tiempo

sábado, 8 de diciembre de 2007

domingo, 2 de diciembre de 2007

Garabatos



Las turbulencias presagiaban lo peor, sin embargo Billy no pareció percibirlas y, si lo hizo, no supo reconocerlas como tales; probablemente ni siquiera conociera su terrible significado. Ignoraba cualquier dato relativo a tiempo y espacio, más aún lo general y abstracto; el pequeño Billy solo entendía y disfrutaba del detalle, de lo concreto. Las cortinas azul marino, un bigote estrambótico, el descarado y alegre amarillo de una blusa, el periódico arrugado en una esquina, la voz dormida del revisor, un niño intentando escalar en el asiento, las vías del tren, la puerta que se abre, el olor a café. Solo fue al notar que su cuerpecito de alambre resbalaba y que sus pies descalzos se aproximaban peligrosamente al límite cuando decidió agarrarse a ambos lados del aparato, apretando con fuerza la media docena de dedos, nada funcionales, con los que contaba. Enseguida volvió a zambullirse en el mar de lo concreto…lo saboreaba, precisaba toda su atención.

La corriente de aire cesó y el peligro se deshizo, con la espontaneidad con la que había llegado. Pronto el avión volvió a sentirse cómodo apoyado sobre un viento suave pero firme, llevando de un rincón a otro del vagón a un pletórico Billy que sonreía sin perder detalle de lo que acontecía bajo sus pies. A pesar de lo insólito del acontecimiento, pocos pasajeros parecían reparar en su presencia. Solo Rebeca, una mujer menuda y aniñada, observaba el vaivén de su creación.

El baile sin pausa de masas de aire, frío y caliente, caliente y frío, permitían que el viaje del diminuto pasajero no tuviera fin aparente. El avión sobrevolaba peinados y calvicies, consiguiendo cabriolas y piruetas cada vez más enrevesadas. El pequeño Billy parecía tener una facilidad innata para controlar la nave de papel; enseguida aprendió que la dirección de éste dependía de la inclinación más o menos pronunciada que tomara su cuerpo.

Rebeca desvió la mirada del hombrecito unos segundos. Echó un vistazo a su alrededor, sus compañeros de viaje debían tener los ojos de cartón-piedra: Billy planeaba a sus anchas a pocos centímetros de cada uno de ellos, esquivaba sus cabezas, sus pertenencias. ¿Era posible que, como creación suya, solo pudiera verlo ella?

Arrancó una cuartilla, con cuidado de no rasgarla. Pliegue a pliegue y tras dos minutos de concentración consiguió un ejemplar que incluso superaba el anterior. Ingeniería y aerodinámica al servicio de un avión de papel. A continuación, volvió a sacar uno de los bolígrafos del estuche en forma de pato que, a pesar de las tres decenas de años que colgaban de su pasaporte, aún conservaba. A un círculo le siguieron varios trazos ágiles y unas cuantas líneas, tres puntos en el interior del círculo, una rayita ligeramente arqueada hacía arriba. El dibujo debía ser simple, igual que el de Billy. Le pintó una trenza ladeada y un peto vaquero en el que escribió con letra clara y mayúscula un simple REBECA.

-Ya estás lista, Rebeca. ¡Bienvenida! ¿Te apetece conocer a alguien?

Y Rebeca se levantó del papel de un brinco, observó a su alrededor y esbozó su primera sonrisa. Con suavidad, su creadora la colocó en el avión que acababa de construir y, con un enérgico empujón, comenzó su viaje.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Roy Bassey



Iba tan borracho que ni siquiera era capaz de distinguir la luna del resto de las farolas. Dos hileras de luces blancas, una a cada lado de la calle, se extendían en el horizonte y formaban un punto de fuga distante presidido por la reina de la noche, que durante unas horas se mostraría llena y redonda. Sus ojos no veían edificios, veían inmensas moles de hielo negro dispuestas a derretirse sobre su cabeza en cualquier momento y sus pies, envueltos en zapatillas de tela, absorbían toda la humedad de la acera cual fregona. El frío, caprichoso, iba y venía, como si alguien lo controlara arbitrariamente.

El pequeño treinta y dos dorado que se vislumbraba a apenas tres metros anunciaba calor, colchón y salchichas crudas de la nevera, un alivio para su estómago alcoholizado. Palpó los cuatro bolsillos del pantalón. Los volvió a palpar. Sacó la cajetilla de tabaco esperando encontrar las llaves medio escondidas debajo. Salvo por el paquete casi gastado, los bolsillos estaban del todo vacíos. El silencio del portal se tragó unos cuantos tacos malpronunciados y con sabor a ron.

David y Fred todavía seguían coleando por bares del centro pero llegarían antes del amanecer por lo que la mejor opción era esperarles en su portal y pasar allí el resto del fin de semana, hasta que sus padres volvieran de donde quiera que estuviesen.

Comenzaba a bajar la rampa que le llevaba de nuevo a la calle. Antes de que le diera tiempo a volver a pisar la acera un niño de unos cuatro años se le cruzó corriendo a una velocidad de vértigo. Nadie iba detrás. Eran las cinco de la mañana de un viernes, la situación cuanto menos se salía de lo habitual. Ayudado por el cansancio y por los grados de más en sangre, su mente no tardó mucho en dejar de pensar en aquello. Encendió un pitillo y comenzó a andar. Uno a uno iba dejando atrás los comercios de la calle, comercios muertos, dormidos, hasta llegar al parque redondo, como se le había apodado desde siempre.


Se sentó en uno de los bancos de madera y terminó con lentitud el último cigarro. Se fijó en el centro del parque y se imaginó veinte años atrás. No le duró mucho aquel retroceso: un chirrido fuerte y constante había roto el silencio sepulcral. El crujido metálico de las cadenas. Uno de los columpios se estaba moviendo a una velocidad cadenciosa; no había nadie sobre la silla. La de al lado comenzó a moverse también, al principio lentamente; cada vez con más fuerza, con tanta que la silla terminó sobrepasando unas cuantas veces el oxidado metal de la barra superior, dejando el columpio colgando a más de dos metros del suelo. De repente se fijó. Un hombre despeinado y cabizbajo vestido con un mono verde oscuro se columpiaba suavemente en la silla que antes, vacía, había comenzado a moverse. El hombre levantó la cabeza y le sonrió burlonamente. Después alzó la mano izquierda y movió la muñeca de un lado a otro, moviendo algo pequeño y brillante. Antes de darse cuenta de que lo que sostenía eran sus llaves, el chico miró de nuevo al columpio de la izquierda. Una cabeza pequeña y ensangrentada yacía sobre él. El hombre la cogió, la acarició con dulzura y la tiró a los pies del chico. La cabecita rubia del niño.
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martes, 20 de noviembre de 2007

Body battle

El camino era tan estrecho que se hacía difícil caminar erguido sin caer. Los hombros, conocedores de la situación, procuraban evitar movimientos bruscos y la espalda se erigía desafiante, consciente de su firme liderazgo, en equilibrio entre la rectitud y la curva. Los miembros superiores miraban con desprecio el mecánico trabajo de aquellos que servían de puente con el suelo y la roca. Vanagloriándose de su posición privilegiada de sostén, el tronco, la espalda, los hombros, carismáticos ejes y mástiles de un cuerpo curtido en la exigencia y el dolor, soportaban el escaso y levemente tirante peso de la mochila, mientras un río de sangre edulcorado de narcisismo recorría sus entrañas de pilares orgullosos.

Abajo, separados por un abismo ideológico pero físicamente irreal, músculos y huesos luchaban enérgicos como titanes. Amortiguaban presiones y golpes, suavizando las durezas del camino; su esfuerzo traía progreso. Su trabajo, mileurista y fácilmente menospreciado, se basa en la constancia y en la superación, mientras que los de arriba, en despachos acristalados, contemplan el paisaje: vistas panorámicas y engañosamente imperecederas de éxito y poderío, salpicadas de pinos, peregrinos y eucaliptos. De vez en cuando alguna grata conversación distrae la mente del caminante, dejando a solas a los grupos rivales. Es entonces cuando la triada de los privilegios corre a meter dedos en los ojos de unas piernas y rodillas machacadas por la frenética jornada laboral. Éstos se defienden, no se dejan aplastar por los abusones corpóreos y sacrifican sus últimas barras de energía en una lucha, encarnizada, que poco se aleja de las peleas en el patio del colegio. Es una batalla pérdida: hombros, tronco y espalda ganan con facilidad, aprovechándose del cansancio acumulado de sus contrarios, desgastados por horas de camino ininterrumpido. Frente a la victoria injusta, peronés, tibias y rótulas se plantan, hasta ahí se ha llegado. Sin ellos la institución no avanza, se para en seco. Los vencedores, que segundos antes se pavoneaban a carcajada y chulería limpia, reclaman entonces su derecho a continuar andando, tachando a los obreros de vagos y sinvergüenzas, entre otras y no variadas lindezas. Entonces, el peregrino cae rendido sobre una roca, mientras unas manos amigas recompensan el trabajo de los que realmente lo merecen con un poco de reflex, tranquilidad y un enorme bocata de chorizo.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Little Red Riding Hood


-¿Qué haces?

-Ver porno ¿y tú?

-Pensaba en ti...- confesó sujetando el escaso sonrojo que aún no se había escapado y propagado por su rostro, con miedo a que el bucle telefónico fuera capaz de transmitírselo.

-Nunca te rindes ¿verdad? – la voz, resacosa pero firme, conservaba cierto tinte infantil, de cuento de tapas duras; un tinte que, a pesar de haber sobrepasado hace tiempo la frontera de los veinticinco, se resistía a marcharse- Me voy a desayunar –anunció despreocupadamente y, de un acrobático salto, abandonó la cama y a su interlocutor, que de golpe se vio en brazos de la ausente compañía del silencio.A medio camino entre el dormitorio y la cocina Laura se paró en seco: parecía haberse arrepentido de su maleducado gesto y con una sonrisa en armonioso compás con la chispa pecaminosa de sus ojos, retrocedió sus pasos. Comprobó que la respiración entrecortada seguía escuchándose al otro lado y, con un par de ágiles movimientos de muñeca, subió el volumen de la tele y acercó el auricular al altavoz, dejando que un mar de gemidos y música de ascensor inundaran la línea.

Los supervivientes de la nevera eran ya escasos y todos, salvo una de las latas de cerveza checa, respiraron tranquilos al ver desaparecer la mano de la chica. Estaba acostumbrada a estrambóticos desayunos y cuando sus ojos se fijaron en el trocito de tarta de chocolate de la encimera, supo que ya había completado el de aquella mañana.


Con una esperanza frágil como una torre de naipes, Eduardo esperaba que ella volviese y que, con su voz de gominola, le dijera que solo había sido una broma; la conocía, sabía que no iba a ser así y se maldijo así mismo por llevar tanto tiempo encarcelado en sus redes. Los minutos pasaron y terminó por aceptarlo con resignación, como tantas otras veces había hecho, colgando con lentitud el teléfono. Llevaba tanto tiempo trabajando en el turno de noche que ya ni se acordaba; normalmente al llegar a casa el sueño ya le esperaba sentado al borde de la cama pero, al no encontrarlo aquella mañana, marcó como un autómata las nueve cifras. Con un nubarrón descargando sobre su cabeza, se enfundó en su abrigo más resistente y salió a perderse por las hojas del otoño.

-Buenos días, Lobo – la vecina, sentada en un poyete de piedra, limpiaba unos sombrerillos* del tamaño de puños que había recogido con los primeros rayos de sol- que raro verte a estas horas... ¿alergia a las sábanas? ¡Ay, chiquillo! Cuanto daño te va a hacer el no dormir...

Eduardo. Todas y cada una de las sílabas de su nombre se le hacían extrañas. La tradición y el gusto por el sobrenombre aguantaban impasibles el paso del tiempo y a Eduardo se le conocía como el Lobo desde muy corta edad. El Lobo, solitario y noble, con carácter, serenidad y fuerza. Se limitó a sonreír con amabilidad y a corresponder el saludo con un leve movimiento de cabeza.

Siguió caminando,en dirección a las afueras.

Lo que el Lobo vio al llegar allí le enervó la sangre: Pedro, el guardabosques volvía a las andadas. No iba solo. Junto a él otros dos hombres, los conocía de vista. Dejaron unas cuantas botellas en el maletero del todoterreno y dieron la vuelta a la gasolinera. Dejando sobre sus cabezas un cartel de neón rosa, entraron en una casa blanca sin ventanas, donde se divertirían a costa de unas cuantas jóvenes ligeritas de ropa. Se acordó de Laura y el nubarrón de su cabeza se convirtió en una furiosa tormenta. Dejó que entraran al antro y asegurándose de que nadie le observaba, forzó la puerta del coche. Tiempos oscuros de alocada juventud le habían enseñado y todavía recordaba como hacerlo: no tardó más de dos minutos en oír el rugido del motor.

Mensaje recibido. Laura contemplaba su cuerpo desnudo en el espejo del salón. Su blanca piel resplandecía en mitad de la sala, y la redondez y firmeza de su pecho engañaban a sus ojos que parecían ver dos perfectas lunas. Pedro había devuelto una renovada vida a su piel, rebosante de calidez y deseo. El juego que le proponía le resultó morbosamente atrayente y lo siguió al pie de la letra, tal como se lo había sugerido en el mensaje de móvil: se vendó los ojos, entornó la puerta de entrada y esperó impaciente, sentada en el reposabrazos del sofá.


La potencia del coche le hacía subir campo a través sin ningún problema, hubiera llegado antes por carretera pero si conducía por la comarcal existía un riesgo mayor de que le descubrieran.Ya se veía el pantano cuando los ojos del Lobo se iluminaron: Pedro se había dejado el móvil en la guantera. Un arma nueva para su manos vengativas, el automóvil se sumergiría en lo más profundo de las verdes aguas en otro momento. Sus dedos corrieron a la agenda del teléfono y en cuanto el nombre de Laura apareció en la pantalla el Lobo se relamió de gusto, siendo consciente de que había encontrado el perfecto uso para el aparato. Mensaje enviado...

Laura escuchó el chirriar de la puerta, pasos lentos que se acercaban, dedos que lentamente le acariciaban la espalda...Mientras las manos surcaban lentamente el cuerpo de Laura, recreándose tras la frontera de su espalda, el nubarrón desaparecía de la mente del Lobo...

-Al fin te tengo solo para mi, caperucita...




No sé si en otros lugares existen o si se les da otro nombre (si alguien los llama así y no es de la Mancha que me lo diga, que tengo curiosidad) pero por si lo preguntáis...los sombrerillos son unas setas típicas de la Alcarria...En realidad es una parte por un todo, ya que el sombrerillo es según el diccionario la parte abonbada de la seta, lo que podríamos llamar sombrilla...



lunes, 5 de noviembre de 2007

Boquita de pez II

Una mancha de vino en el mantel, una mancha enorme. Cuando volví al salón, la pecera, hecha añicos, se mezclaba con los cristales de lo que ayer había sido una pareja de vasos. Llegué a la conclusión de que el caos nocturno de la operación rescate me había hecho obviar el granate detalle. Aunque desconociera la causa, quedaba claro que lo que hubiera hecho caer al suelo a la pecera había tenido fuerza suficiente como para, además, llevarse por delante a los indefensos recipientes. Tardé un rato en recoger y cuando lo hice el sueño se había esfumado, por lo que me preparé una taza de leche caliente y aproveché el tiempo que me dio el microondas para echarles un vistazo a los peces. Todo parecía normal.

La alarma del microondas ya sonaba, cansada e impaciente a que llegara. Lo hubiera hecho, sin embargo me acerqué un poco a la bañera. Entonces, uno de los peces se giró en mi dirección y volvió a repetirme la pregunta. Lentamente, pronunciando con precisión, sin un ápice de expresión en su rostro de pez. No tenía escapatoria, que fuera un simple pececillo de colores no me daba derecho a ignorarle por segunda vez en la misma noche; pero es que realmente no sabía que responder, la incredulidad me carcomía. Sólo pude balbucear un no lo sé, pequeñajo, cerrar la puerta asustado y correr al salón de donde no salí hasta que se hizo la hora de ir al trabajo.

La mañana pasó lenta y por lo visto yo tenía muy mala cara. Mis compañeros no paraban de repetirlo con el mismo tono que hubiera utilizado mi tía Angelines después de darme el característico beso-chupetón de vaca. Aquel lunes la oficina se había convertido en el reino de las tías Angelines, todos preguntando por mi salud y ofreciendo caramelos de menta a ver si con azúcar se me quitaba el blanco fantasmal de las mejillas. Al menos me libré del beso. Les agradecí su preocupación, por supuesto, pero… ¿qué iba a decirles? ¿Qué uno de mis pececitos naranjas había aprendido a hablar y que estaba sediento de sabiduría marina? Me limité a excusarme con el típico apenas he dormido, lo cual era verdad, adornándolo con tímidas sonrisitas. Si no estuviera ya comprometido aquella hubiera sido una productiva forma de ligar.

Intenté olvidar lo sucedido pero me fue imposible; es bien sabido que con este tipo de intentos lo que realmente se hace es recordar. Aproveché el descanso de la comida para comprar una pecera nueva, esta vez de plástico, y para hablar por teléfono con mi novia, que enseguida me notó raro. No conseguí contarle nada por miedo se pensase unida a un lunático.

Al lunático se le pasaron los días, incluso los meses sin que nada al respecto sucediese. Las primeras semanas pasaba mucho tiempo observando pero, al no recibir nada más que indiferencia de los ojos vidriosos de sus compañeros de salón, ya rara vez se acercaba a la pecera. Ni el pececito curioso ni ninguno de sus colegas se salían del canon de su rutina mecánica de pez y mucho menos encontraba en sus ojitos cristalinos el más mínimo rastro de reconocimiento. El mito de la memoria de pez parecía cumplirse a la perfección en su particular mar en miniatura. En vez de ser un alivio, como hubiera sido de esperar, esta desconexión sumió al chico en una incómoda tristeza, del todo diferente a la que le hubiera producido cualquier comportamiento humano o incluso animal, como la de un perro o un gato que normalmente encienden mayor apego.

Una tarde de domingo fijó la mirada en la pecera y tuvo una idea. Metió uno a uno a los pececitos en una botella de dos litros y a esta en una bolsa de deporte. Bajo la cuesta, cogió el autobús y en un atasco y medio llegó.

-Una entrada por favor... -dijo mientras entreabría la cremallera de la bolsa- Espero que os guste, pequeñajos...




jueves, 1 de noviembre de 2007

De Madrid al cielo

De Madrid al cielo...y desde el cielo un agujerito para verlo
¿Qué tendrá el cielo de Madrid que atrae tantas miradas? A veces los que vivimos en la ciudad solo nos quejamos de ella; ya sea de las obras faraónicas de Gallardón (¿encontraría el cofre del tesoro?), de los atascos o del transporte público, pero no somos realmente conscientes de lo especial que es y de todos los rincones que, escondidos o no, se pueden encontrar. Hace tiempo encontré uno de ellos; no era una plaza, fuente, monumento o jardín sino que tenía forma de blog: De Madrid al cielo... rinconcito exclusivamente dedicado a la capital llena de curiosidades varias e información más que interesante.

Hace unos días decidí participar en un curioso concurso, con, como no, preguntas de la ciudad del Manzanares. Y resulta que he ganado. El premio es simbólico pero un bonito detalle y me hace bastante ilusión: la postal panorámica de la imagen, que en breve llegará a mi buzón. Un agradable comienzo de mes.

Algún día tengo que animarme e intentar escribir un relato solo para y sobre él -Madrid, se entiende ;)...-



¡Feliz puente!

domingo, 28 de octubre de 2007

Boquita de pez

Cuentacuentos 32


Esta semana se me ha ocurrido "experimentar" un poco y he grabado el cuento con el micro. Tras varios intentos frustrados este ha sido el resultado. Si tenéis curiosidad pulsad en la grabación de la derecha. Eso sí, mejor que leáis primero la historia a vuestro ritmo y luego lo escuchéis por que creo que he cogido demasiada velocidad...


¿Por qué el mar es azul? me preguntó un día uno de mis peces de colores.

Era domingo y me acababa de aposentar en el sofá. Entre mis manos tenía las dos entradas de cine que acabamos de utilizar mi novia y yo; desde que salíamos juntos mi colección, que había comenzado siendo un crío, había crecido considerablemente. Llevaba guardando aquellos papelitos con una disciplina férrea durante casi dos décadas y ya había completado más de tres álbumes. Cientos de películas, horas, filas y asientos se reunían en el interior de aquellas tapas.

Enfrascado en mi cinéfila tarea la pregunta me descolocó de tal forma que tras escucharla la habitación y todo lo que se encontraba en ella desapareció unos segundos, todo menos la mirada indefinible del pez.

Tras volver de nuevo a la realidad de mi salón-leonera me limité a fingir que no le había oído, algo del todo creíble dado el volumen chispeante de los anuncios de la tele. No supe que contestar y para evitar que se sintiera ignorado me acerqué a la pecera y le obsequié con una generosa ración de gambas disecadas en miniatura. Tanto él como el resto de sus acuáticos compañeros se lanzaron a atrapar las motitas de color naranja con tal velocidad que enseguida formaron una masa multicolor, como una canica gigante. No quiero pensar lo que hubiera ocurrido si se hubieran topado con mi infeliz dedo gordo...

Aquella noche soñé que me convertía en cangrejo. Me encontraba en una sucia jaula de cristal bailando una especie de baile ritual, parecido a una jota aragonesa. Mis potentes pinzas se abrían y cerraban al ritmo y un grupito de preciosas féminas las miraba embobadas. Enajenado por mi orgullo de macho, fantaseando con lo que podía traer la noche, no me di cuenta de que las estilizadas patitas de mis admiradoras huían veloces al barco oxidado de la esquina. Un pulpo color carne envuelto en un guante de látex se abalanzaba hacía mi. Me puse nervioso, mis poderosas pinzas se paralizaron y no supe defenderme.


Entonces un sonido metálico me despertó. Accionada por un matinal resorte, mi mano derecha le propinó la acostumbrada “caricia” de agradecimiento al despertador. Él pareció dirigirme una inquisidora mirada y me di cuenta de que me había equivocado: quedaban horas para las siete de la mañana; el rencor que fluía por mis venas de madrugador obligado me impidió disculparme por el golpe.

Desconcertado, busqué por el piso el origen del ruido que me había robado mi recién adquirida personalidad de cangrejo. Tras mirar en unas cuantas habitaciones, todas inocentes, llegué al foco del desastre. Se había formado un charco enorme e incontables trozos de cristal de diferentes tamaños se habían diseminado por todas partes. De repente reparé en la presencia de mis pececitos, saltando débiles y desesperados entre todo aquel caos. Quité las flores del jarrón que mi novia se había acordado de llenar y fui metiendo una a una a las moribundas criaturas. Mientras yo llenaba la bañera, los peces se iban recuperando poco a poco entre agua con aroma a flores cuyo nombre ignoro e ignoraré siempre.





Continuará...

lunes, 22 de octubre de 2007

De cristal



Hacía frío aquella mañana; la fuerza que salía de las ranuras del radiador había conseguido el efecto contrario en el interior de la habitación, que ahora era una auténtica sauna. Cerró la puerta sin hacer ruido y salió al pasillo a medio vestir. Era tan temprano que sería el colmo de la mala suerte que alguien apareciese por allí, por lo que se arriesgó y terminó de vestirse entre el cuadro cubista y el interruptor de la luz. Prefería la vergüenza de unos instantes de desnudez ante un desconocido que la posibilidad de despertarle. Que siguiese soñando... La ranura de la 606 se iluminó pero a ella se le escapó el detalle.

Ya en el ascensor se colocó mecánicamente la bufanda y gastó el último caramelo de menta. Saludó al recepcionista que, rodeado de tazas vacías, miró de reojo e hizo un saludo que apenas cruzó la frontera del ademán. El ascensor había vuelto al sexto piso.

Apenas llevaba una semana en Madrid. Había llamado a unos cuantos amigos de la facultad; los que no estaban fuera de la ciudad tenían horarios imposibles que les ataban para tomar una mísera cerveza. Dichosos treinta... ¿era tan difícil desatarse un poquito el cinturón y dejar raciocinios y exageradas responsabilidades a un lado? Al final acabó llamándole, él no había cambiado...

En el hotel, el saludo-ademán del recepcionista se volvía a repetir.

No pasaba nadie, cruzó en rojo. La calle era un desierto urbano, solo dos o tres escorpiones en forma de quiosquero o con la palabra taxi tatuada en verde chirriante se dejaban ver de vez en cuando. El camión de la basura se llevaba los restos del día anterior, los recuerdos malolientes que la ciudad regalaba.

Estaba llegando al parque, ya se veía el portón negro a lo lejos. Al observar el letrero que colgaba sobre éste, notó una pequeña bofetada de desilusión: cerrado; en horario de invierno se abría a las siete y aún faltaba más de media hora. Miró a su alrededor, la calle estaba tan vacía que incluso hacía daño. Sólo se veía la silueta de un hombre ojeando una revista en el quiosco de la esquina. Ya lo había hecho años atrás y no le fue difícil escalar el muro. Una vez dentro sus pasos, ansiosos, cogieron velocidad y se perdieron por marrones caminos de hojas secas.

Con una revista enroscada en el bolsillo trasero del pantalón, el dueño de la silueta pegó un brinco dejando atrás los barrotes de metal.

Ella ya había llegado. Todavía era de noche y la luz de las farolas que no habían caído en las garras de piedras vandálicas se reflejaba en el agua. El silencio era tal que para sus oídos se convertía en canción. La fría luz contribuía a que el estanque pareciese de cristal, haciendo compañía al edificio que se erigía enfrente. Se acercó un poco a la orilla y se asomó: un grupo de cinco o seis patos dormía haciendo un corro... y...

Y... algo se acercaba a ella lentamente desde la otra punta del pequeño estanque... algo que flotaba y todavía no lograba distinguir...

Desde los arbustos los ojos de la antigua mirilla improvisaban una nueva, una mirilla de jardín. Observaban enfrascados como aquella sombra de madera se acercaba a ella...

Parecía un bote...
¡Era un bote! Una de las barcas del gran estanque...que se encontraba a diez minutos andando... Sin buscarle mucha lógica subió y se dejó llevar...


Tenía ganas de acercarse, hubiera querido subirse de un brinco con ella... pero prefirió quedarse a observar, al fin y al cabo su cuerpo se encontraba durmiendo a pierna suelta en el hotel...


soñando...

sueños de cristal...


lunes, 1 de octubre de 2007

Aroma


“…Eran las ocho de la mañana, de manera que la mayoría de la gente se dirigía al trabajo. La chica, también. O eso parecía. Iba un poco maquillada y con el pelo recién lavado. Exhalaba el mismo perfume que le olí hace dos o tres meses a una pasajera de Iberia que viajaba en primera. Me fijé en sus uñas, que iban pintadas de un color levemente azulado, como sus ojos. La del dedo gordo llevaba dibujada, además, una pequeña estrella. Parecía un esmalte en cobre, un trabajo de orfebrería…”

...

Parecía no tener demasiada prisa, aunque una vez fuera del autobús sus movimientos delataban cierta inquietud. Se arremangó nerviosamente la chaqueta un par de veces, sin duda en busca de su reloj. Al fin llegó a su destino, un portal antiguo, cerca de Santa Engracia. Alguien le saludo desde una de las ventanas. Fue entonces cuando la chica pareció perder algo de la tensión que momentos atrás había manifestado…llegando incluso a esbozar una pequeña sonrisa de alivio. La dueña de esa mano era, sin duda, Paula. ¿Hacía ya cuanto que no se veían? ¿Hacía cuanto del último café?

Paula era una de las pocas amistades serias que conservaba de sus años de universidad. La apreciaba hasta tal punto que uno de los pensamientos que con más frecuencia rondaba su cabeza en cada uno de los tiempos muertos a los que ella y todo habitante de Madrid estaban casi acostumbrados* la mostraba con pecas y trencitas contestando siempre Paula, como en un sueño surrealista, a toda pregunta que aquellas personitas tan altas se empeñaban en hacer, ya fuera ¿cuántos añitos tienes? o ¿a quién quieres más? ¿a papá o a mamá? Sabía que eran pensamientos absurdos… ¿y qué importaba? Su mente era un remolino y en eso se basaba su éxito. Paula tenía vista para los negocios, ¿ella? imaginación. Y era eso lo que le daba de comer.


Era increíble lo rápido que se le hizo el trayecto portal-sexto pisto-vía escalera, teniendo en cuenta que era una auténtica devota de los ascensores –en este caso inexistente- y que, por lo tanto, el cansancio podría haber hecho mella perfectamente. Sin duda, había sido la ilusión de ver a Paula la que lo había borrado del mapa. Ella ya la esperaba en el rellano.

*Interminables y malolientes viajes en metro, examenes de paciencia a cargo de los numerosos y archiconocidos atacos de la capital, largas esperas en “super”mercados que, en realidad, tienen de heroicos lo que yo de carrito de la compra (por quedarnos un poco en el “maravilloso mundo de las grandes superficies comerciales”...)

-¿Cómo sigue mi escritora favorita? Acércate…a ver que te mire mejor…¡te veo estupenda! ¿Qué te has hecho, pillina?
-¡Ay, Paulita! No me sobra dinero como a otras –risitas de ambas- y si tuviera la gran suerte, no lo malgastaría en ese tipo de médicos, si es que se les puede llamar así, sabes de sobra mi opinión…Tengo suficiente con las cremas…
-Dos besos ¿no? Y no te quedes ahí, por Dios, pasa, pasa…
-¡Madre mía! ¡Cuánto cambio veo por aquí!
-¿No te lo dije? Con todo lo que tenía ahorrado del año que pasé trabajando en Suiza decidí reformar esto un poquito…
-¿Un poquito? Pero si parece el piso de la Preysler…
-No exageres, corazón. Por cierto, ¿te apetece algo? ¿Un Ferrero-Roché? –risas-.
-Un café, como en los viejos tiempos, no estaría de más…
-Ahora mismo voy. ¡Ah! Antes de que se me olvide…¿recibiste el paquete que te mandé por Navidad? Te iba a llamar para preguntártelo pero acabe olvidándome…
-(suspiro) ¿No negarás que te matas a trabajar? Ya no tienes ni memoria…bueno, si acaso de pez. Un día te va a dar algo…tú no te dejas la cabeza, te dejas el cuerpo entero –risas-. Pero en fin…Por supuesto y me encantó. Lo llevo puesto ahora mismo…¿no lo hueles?



domingo, 30 de septiembre de 2007

Salto


Durante el salto, la máscara cae y la personalidad se hace visible.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Avenida de América

Cuentacuentos 30

Segunda Parte de Cruz del Rayo


Como anunciaba la voz masculina del megáfono, la normalidad no tardó en volver de su pequeña escapada. Las vías soportaban otra vez el peso del tren en movimiento y los rostros de alivio de los pasajeros se intercalaban con otros de impaciencia tras comprobar que el tiempo no había imitado el frenazo de la máquina. En la cabina, el conductor entremezclaba palabras con los técnicos de la estación que al parecer desconocían la causa del parón.

Sus ojos se habían pegado como lapas a la mirada de él, que seguía sonriendo.

Poco después, la voz volvió a escucharse, y más de la mitad del vagón se agolpó en torno a la salida, cortando así el magnetismo que les unía. Llegaban a una de las estaciones más transitadas de toda la red, una estación que se llevaría de un zarpazo a gran parte de las fichas y colocaría otras muy parecidas en su lugar.

No era la parada de ninguno de los dos pero ella se levantó como un resorte, no quería perderle de vista. Hizo bien porque él ya se había levantado y tenía intención de bajarse. ¿Y ahora qué se supone que haces? Te queda una parada... si es que realmente vas a clase... Se abrieron las puertas y el chico desapareció entre la multitud. El vagón de ella estaba mucho más lleno y cuando consiguió salir se encontró con una marea de ojos cansados que parecían gritar está aquí, le tenemos pero no te lo vamos a dar.

Molesta consigo misma por haber confundido un espejismo con un sentimiento tan intenso, movió sus pies con desgana hasta llegar al banco más cercano, donde esperaría al siguiente tren. En apenas cuarto de hora su mano correría un maratón de apuntes y su memoria habría medio sepultado aquella mañana tan extraña. Todo había sido producto de la confusión del momento, del cansancio acumulado, nadie le había ni siquiera rozado... se dijo.

Volvía a estar sola en la estación. Miró a la pantalla: tenía cuatro minutos hasta que llegara el tren. Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.

-Hola...

-Hey... hola... ¿Me escuchas? -insistió.

La voz salía tan nítida de su cabeza que ni siquiera se molestó en abrir los ojos para contestar:

-¿Quién me habla?

-Aquí abajo... no te asustes...

Abrió los ojos. Al principio no vio a nadie pero no había lugar para la duda... volvía a sentir aquel magnetismo...

Desde la vía, con los antebrazos apoyados sobre la superficie del andén como si de una piscina se tratase, él le sonreía, esta vez de una forma deliciosamente pícara.

-¿Qué... qué haces ahí abajo? ¡Sube enseguida... el tren... ! –le dijo ella con los ojos inundados de pánico.

-Tranquila, no me va a pasar nada... - contestó él tras guiñarle un ojo.

-¿Pero qué dices?¿Te has vuelto loco? Te ayudo, date prisa... - se acercó y le tendió la mano... pero él tiró con más fuerza y consiguió hacerla caer.

-Ya te tengo... - era muy ágil y había logrado cogerla antes de que cayera al duro y gris suelo junto a las vías, lleno de colillas y humedad- Mírame un momento,¿vale? No te vas a llevar ni un rasguño, al tren le quedan dos minutos para pasar...

Y entonces, con la chica en brazos, se adentró corriendo hacía la oscuridad del túnel. Ella intentó impedirlo pero él la agarraba con tanta fuerza que le resultó imposible.

Una luz se dejaba ver a lo lejos. Había quedado quieta pero pronto volvería a avanzar en su dirección y justo cuando comenzaba a hacerlo, el chico giró bruscamente a la izquierda.

-Ya estamos a salvo... ya te dije que no te iba a pasar nada, cielo.

No podía pronunciar palabra, estaba demasiado confundida, solo podía sentir miedo...

-Espera un momento aquí, preciosa – y la dejó tumbada sobre un raído y viejo sofá que al parecer el chico habría logrado transportar hasta allí. Se comportaba con una normalidad pasmosa, como si en vez de en las profundidades del metro de Madrid, estuviera en su piso sacando unas cervezas de la nevera, mientras ella le esperaba en el salón encendiendo el DVD y subiéndose un poco la falda.

Él volvió enseguida con una linterna antigua, que enseguida encendió. La luz iluminó su rostro y ella comprobó con horror que no era el chico del vagón, no era su compañero de clase... pero se le parecía tanto...

-Este es mi hogar encanto ¿qué te parece? ¿te gusta? –se acercó un poco a ella que asustada se alejó de su lado- Lo sé, le quedan unos cuantos retoques, pero no puedo permitirme otra cosa. Llevo aquí meses, nadie me ha descubierto... salvo tú preciosa...

Se trataba de un habitáculo de unos treinta metros cuadrados, lleno de cajas por todos lados. Las cajas, el sofá y al fondo lo que parecía una pequeña máquina tuneladora. Olía a podrido y a humedad. Ni una cucaracha hubiera considerado aquello un hogar.

Volvió a intentarlo, esta vez fue bastante más directo y acarició suavemente el muslo de la chica. Ella pegó un respingo.

-Nena, tranquila, no te asustes...

No iba a quedarse más con aquel loco... y sin pensárselo dos veces salió corriendo; él no se lo impidió...

-Muy mal, preciosa, muy mal... has cometido un tremendo error...

Instantes después la luz se apoderó del túnel.




domingo, 23 de septiembre de 2007

Cruz del Rayo

Cuentacuentos 30


Incluso el que menos esperas podría ser el que lo dijo, el que se acercó, retiró con suavidad los mechones necesarios y pronunció aquellas palabras, dejando tras de si un calor que permanecería días y días, como un potente perfume, pegado a tu cuello.

Antes de entrar, contó las marquitas del billete rosado. Solo quedaba un viaje, a la vuelta se las apañaría con las monedas desperdigadas por el bolso. Se dejó llevar por la lentitud de las escaleras mecánicas, cuatro en total, mientras decenas de pies recién levantados le adelantaban. A pesar de llegar tarde, no tenía prisa. Sonrió: la melodía de la pista número cuarenta y seis le hacía recordar a la del tetris. Miró a su alrededor y la sonrisa se acrecentó: el chico tatuado que bajaba saltando de dos en dos los escalones se había convertido en una espigada viga amarilla; la joven de la falda con vuelo era ahora una estilizada ele de color morado y la señora bajita del carro de la compra un torpe cubo rojo. Todas las fichas querían ser las primeras en llegar al vagón y conseguir asiento como premio.

Ya a punto de llegar vio como un tren esperaba paciente. Decidió no correr, seguir con su parsimonia. Se subiría al siguiente.

Se sentó y echó un vistazo al resto del andén. No estaba sola. Se giró con disimulo y se sonrojó un poco al reconocer al ocupante del siguiente banco. Por suerte, él ni se había inmutado, estaba ocupado pasando las hojas de una revista que simultaneaba dos de sus grandes pasiones: mujeres y coches. Ya eran las ocho y cuarto, los dos deberían estar en clase. Por lo visto habían coincido en la decisión de saltarse la primera hora.

El próximo tren va a efectuar su parada en la estación. Una voz femenina avisaba de la inminente llegada. El andén se había llenado de piezas de tetris en pocos minutos y le costaba identificar al chico entre tantos colorines. Aun así pudo distinguir su figura entrando en el vagón de al lado.


Mierda –pensó- ¿qué te costaba subir a este? Se consoló pensando que solo tendría que aguantar tres paradas. Entonces los dos saldrían y le abordaría con alguna duda de dibujo técnico o cualquier excusa tonta. Se sentó entre dos cubos rojos un tanto regordetes que hacían que su estancia en el vagón resultara algo apretada. Cerró los ojos y se puso a pensar en el chico.

No le dio tiempo a que su fantasía volará muy lejos. El tren comenzó a moverse bruscamente de un lado a otro y las luces que iluminaban el vagón se hicieron intermitentes. Las fichas de tetris cuchicheaban, empezaban a mostrar signos de alarma. Una violenta sacudida desequilibró el tren. Evitando así un posible descarrilamiento, el conductor se vio forzado a recurrir al freno de emergencia. Entonces una extraña calma se apoderó del ambiente. Las fichas se miraban unas a otras con curiosidad, como si de repente se hubieran percatado de la presencia del resto. Ella no. Ella miraba a través de la pequeña ventana que dejaba ver el vagón de al lado. El chico ya no estaba en su asiento.

Se escuchó un ruido fuerte y seco y las luces se apagaron completamente. A la imprevista oscuridad le acompaño un momentáneo silencio que fue pronto roto por los lloros de una pequeña viga amarilla. La madre de esta la tranquilizó en seguida pero ahora eran los murmullos de los ocupantes del vagón los que juntos sumaban un intenso sonido semejante a una radio mal sintonizada.

Fue entonces cuando, con la confusión de fondo, notó como alguien le acariciaba el pelo. La mano se deslizó con delicadeza por su mejilla hasta recorrer levemente el contorno de sus labios. El dueño de las caricias se agachó y se acercó a su oído... rozándolo levemente...

-He parado el tren para decirte que...


Ella se sorprendió pronunciando estas últimas palabras en voz alta, mientras él se las regalaba en un susurro. Poco después la voz se apagó y ella no tardó en suponer que él ya no estaba allí. El ruido de la maquinaria comenzó de nuevo y en escasos cinco minutos volvió la luz. La puerta que comunicaba los dos vagones estaba entreabierta. A través de la ventana contigua le llegaba una tímida sonrisa...




lunes, 17 de septiembre de 2007

Korsakov


Cuentacuentos 29

Quieroquemividaseadeesasqueseinmortalizanenunlibro...
marquésdegastañagadoce.
Estaba desayunando algo caliente en un bar cualquiera, a punto de recoger su mochila del suelo y marcharse. De repente apareció, de carrerilla, como un relámpago. La frase se encendió temporalmente en su cabeza; tenía que darse prisa o desaparecería. Miró el reloj. Controlando una sonrisa bobalicona, observó a su alrededor, nervioso. Sentada en una de las mesas una chica revisaba sus apuntes; le pidió un bolígrafo. Ella le miró extrañada -su aspecto descuidado solía provocar esa reacción- pero se lo prestó. Le podría haber pedido un trocito de papel pero le pareció excesivo . Se las arregló con una servilleta. Sacó unas cuantas monedas de dentro de la mochila -dinero que siempre había estado allí y que no recordaba haber metido-, pagó al camarero y salió corriendo hacía el parque . Allí se sentó en el lugar más tranquilo que pudo encontrar.

Sacó del bolsillo lo que acaba de escribir:

Quiero que mi vida sea de esas que se inmortalizan en un libro;

marqués de gastañaga doce.

Miró con cariño el trocito de servilleta. Estuvo un rato contemplándolo. Sabía que significaba algo pero no sabía el qué. Poco después sacó una carpeta de la mochila. En ella había una colección de cientos de notas como aquella, clasificadas por orden cronológico y de extensión similar. Todas con la misma letra. Le ayudaban a recordar datos que, de no estar escritos, jamás volverían a su memoria. Algunas tenían sentido...otras, como la de esa mañana, no... pero se fiaba de ellas.


Ignoraba el origen de la mochila pero siempre la llevaba consigo.Suponía que habría sido un regalo de alguien que no recordaba o que siempre le había pertenecido. Ni siquiera sabía quien era... él mismo.Para tapar el hoyo en la memoria recurría a la imaginación, fantaseando sobre su identidad. Unos días era escritor, otros cartero, profesor o músico callejero. Sobrevivía olvidando irremediablemente lo que había hecho el día anterior. Las notas le ayudaban a recordar pequeños detalles, le hablaban sobre lugares que tiempo atrás había visitado, de restaurantes a los que merecía la pena volver, de personas, de momentos de vida que se habían perdido en el agujero negro de lo irrecuperable.

Cuando abría la mochila y leía cada una de las notas una y otra vez, se sentía feliz; disfrutaba saboreando aquellos breves momentos de su pasado pero no podía evitar sentirse vacío. Sin saber el significado de la que ahora tenía en sus manos pero con la certeza de que era importante, comenzó su peculiar búsqueda.

Empezó por el parque, comparando las letras de la nota con todo lo que veía. Nopisarelcesped. Zonadejuegos. Cocacolalight. JaimecorazónSara. LuckystrikeredlasAutoridadesSanitariasadvierten:fumarpuedematar...

Lo cierto era que el parque no era muy dado a literaturas.

Todo cambió radicalmente una vez fuera de él: la enorme cantidad de información que salía de todas partes le saturaba. Tardaba una media de diez horas en analizar una calle entera.

Gracias al dinero de la mochila había logrado sobrevivir durante mucho tiempo, y sin duda le quedaba suficiente para financiar la búsqueda. Le costó más de un mes encontrarlo. Primero vio la placa de la calle... Después la pequeña pintada en la pared. Miró la nota, lo había encontrado: cuadraba.Un pinchazo raro en la cabeza le hacía pensar que aquello lo había visto antes, algo le era familiar. Sentado en el portal del número doce un hombre de unos cincuenta años le miraba con los ojos muy abiertos, como si hubiera visto un fantasma. Rápidamente corrió a abrazarlo.


Se dejo abrazar y preguntó:

-¿Quién pintó lo de la pared?

-Fuiste tú, hermano...Hace mucho tiempo...cuando apenas eramos unos niños - le abrazó con más fuerza, todavía sin creerse la situación...


La historia de este hombre se hizo famosa hace unos años: enfermo de una rara patología que afecta a la memoria, el síndrome de Korsakov, desapareció sin dejar rastro en 1987. Quince años más tarde logra volver a casa, por casualidad y con la ayuda de una frase que había escrito de niño sobre la fachada de su edificio. Un flashback que le sacó de una vida de mendicidad.


/pequeña p.d: soy consciente de que el cuento no se entiende demasiado bien, las prisas supongo... es lo que ha salido ^^/

domingo, 9 de septiembre de 2007

Cuatro sentidos

Cuentacuentos 28


Se mordió los labios hasta que le sangraron los silencios. Era la forma que tenía de castigarse.

De alguno de los coches del aparcamiento salía una música estridente que por suerte no oía. Una chica rubia con ropa dos tallas menor observaba su alrededor inexpresivamente desde la altura privilegiada de unos tacones que le hacían parecer una torre curvilínea de color azul cobalto. Un ejecutivo de corbata hortera y mirada despistada daba vueltas como un abejorro y de vez en cuando tonteaba con las teclas de un teléfono móvil. En la primera escalera que daba a la playa un grupo de veinteañeros de pantalones caídos y carcajada fácil cargaban bolsas de plástico blanco.

Un cielo desteñido, picor de arena en los ojos, olor a salitre y su compañero el silencio. Nada más.

¿Nada más? Sí, si que lo había... Gente que actuaba con un cacahuete por cerebro y corazón. Que presumía de sensibilidad, decía querer y admirar su(s) diferencia(s) y que luego resultaba ir disfrazada de camaleón.

Se sentó en la arena, junto a la escalera, a observar desde la lejanía aquellas olas silenciosas que saludaban a todo aquel que les prestase un poquito de atención, pero sin acercarse. Justo al lado la panda de las bolsas bebía sin parar, riendo sin volumen.

Dejó de morderse el labio, había dolido pero era una manera estúpida de encauzar la rabia. El silencio seguía sangrando. Odioso silencio... Cuatro sentidos y un cóctel de sentimientos donde la reina era aquella rabia intrusa que se le había colgado de los ojos.

-¿Porqué no lo olvidas? Deberías irte- se repetía, pero seguía allí... Soportando.

Cerró los ojos. Culparle a él no le calmaba. Tampoco echarle la culpa a la puta sordera, ni a la de verdad... ni a aquella figurada que no le había avisado; habría bastado con un simple “no te fíes, no es más que un cabrón”. Pero, como siempre, no pudo escuchar. O no quiso. ¿Porqué no existiría un aparatito que radiografiara a las personas? En Javi, aparte de vísceras y un montón de huesos, habría descubierto un trocito de kiwi bombeando sangre.

Comenzaba a anochecer. A principios de octubre la temperatura junto al mar seguía siendo suave. Elena abrió su segunda cajetilla de Malboro; le llenaba los pulmones de mierda, sí, pero también se llevaba flotando el cabreo. ¿Javi quería una chica que no tuviera que leerle los labios? ¿Quería una que pudiera acompañarle a conciertos sin parecerle un sinsentido? ¿Qué bailara sensualmente al ritmo de música inaudible? ¿Qué escuchara sus hipócritas te quieros o las ardientes palabras que le dedicaba en la cama? Lo tenía fácil: estaba rodeado de chicas así... pero no encontraría nadie como Elena...

Poco a poco se fue encontrando mejor. La playa, la calma, la brisa... -todo palabras femeninas, que casualidad- habían hecho que, en un tiempo récord, el odio se convirtiera en simple indiferencia. Sabía que en pocas semanas volvería a caer, que la carne no era de hielo, que no se podía negar a una buena mercancía de vez en cuando. Si hacía falta ella también podía fingir tener un trocito de kiwi por corazón.


sábado, 1 de septiembre de 2007

Homenaje a Cortázar



Hace tiempo que esto estaba cogiendo polvo en una carpeta de hace años. Hoy me decido a publicar la paranoia (aunque no recuerdo si lo he hecho ya...quizá en el antiguo espacio) eso si, con algún que otro retoque...

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Aburrimiento en el parque:

instrucciones para dar patadas a una lata


Antes de comenzar con las debidas premisas me gustaría hablarles, lo más brevemente posible, del “aburrimiento”, al que podríamos describir como una insulsa y anodina sensación que bloquea los sentidos y mantiene al cuerpo en general en un estado de pasotismo muy relevante.

El “aburrimiento”, que todo hijo de vecino ha experimentado, aparece cuando menos se espera adueñándose de la mente y provocando la aparición de una especie de aspiraciones de aire con el orificio bucal en posición de “bola de ping pong”. Estas aspiraciones, denominadas coloquialmente bostezos, son totalmente inofensivas e incluso beneficiosas para el organismo humano; se conocen casos de individuos que por carecer en un momento puntual del oxígeno necesario para una correcta actividad cerebral se vieron momentáneamente sentenciados a una lenta y segura muerte neuronal, de la que nuestro gran amigo el aburrimiento y su fiel compañero el bostezo de emergencia salvaron en un abrir y cerrar de ojos (o más bien de boca). Y es que esos pliegues color rosado “tan bonitos” y “encoliflorados” que escondemos debajo del cráneo también necesitan respirar...

Ahora que conocemos un poco mejor al señor aburrimiento, conviene advertir a los lectores que su compañía, salvo para vagos, pasotas, muertos, dormidos y/o sosos, es un tanto desagradable. Por lo tanto, este texto pretende desarrollar ya no pautas para combatirlo (que me llevaría mucho tiempo del que creo que no dispongo o del que no quiero disponer) sino, más bien, una en concreto (simple y absurda a partes iguales) practicable en zonas arboladas con grandes espacios alrededor, y a una distancia considerable de viviendas y/o personas a las que podamos importunar.



Siga detalladamente y por orden (1,2,3,4,5...), las siguientes instrucciones:

1.Observe detenidamente su anatomía. ¿Dispone de dos extremidades inferiores de características que rayen la normalidad humana? ¿Las extremidades inferiores ya nombradas anteriormente, a las que llamaremos de ahora en adelante piernas, terminan en una especie de ramificaciones de cinco más cinco pequeños apéndices? ¿Estas ramificaciones, a las que pasaremos a llamar pies, y sus pequeños apéndices, denominados comúnmente dedos de los pies, están rodeados de una capa protectora –zapato- que les amortigüe de incómodos roces con la superficie sólida más cercana –suelo-? Compruébelo. Dispone para ello de unos minutos. ¿Ya? Si no está usted del todo seguro no dude en preguntar al primer transeúnte que se encuentre haciendo uso de una frase tan común como ésta: ¿Podría usted ser “tanamableporfavor” (diga esto rápido y sin respirar) de indicarme si llevo “zapatos” en los “pies” (que salen de mis “piernas”) y en los dedos de los “pies” (en los míos, no en los suyos)? Probablemente el individuo al que le haga la interesante e inocente pregunta le dedicará una peculiar mirada, pensará que acaba de escaparse de algún centro psiquiátrico (definición en próximas ediciones) o simplemente le ignorará y seguirá andando (repaso: utilizando las piernas y los pies).


2.Comience a caminar (¡mueva las piernas!...¡a la vez no, que se caerá!... -salvo que lo haga con cierta gracia, a lo que llamaríamos salto-) y vaya en busca de un pedazo de latón en forma de cilindro que en el 69,666% de los casos será roja con letras blancas (coca cola). Nota: no busque en el cielo, debido a la fuerza de la gravedad (cómprese un diccionario, ¡yo no puedo explicarle todo!) la mayoría de los cilindros de latón –o latas- estarán desperdigados por el suelo o en su defecto, en un lugar llamado papelera (donde le recomiendo no rebuscar).

3.Elija una. Si recorriendo el trayecto de la zona arbolada en la que se encuentra se topa con un exagerado número de cilindros de latón próximos entre sí no localizados en el interior del cubículo de la papelera: avise al ayuntamiento (¿qué le dije del diccionario?), los encargados de la limpieza (sea elegante en sus denominaciones) no tienen el gen de la actividad muy desarrollado.

4.Visualice su objetivo: el cilindro de latón o lata. No se trata en absoluto de emular a Ronaldihno sino de desahogarse y ahogar, a su vez, tensiones. Por lo que prepárese para propinar una patada a la lata (cerciórese antes de lo siguiente: ¿es zurdo o diestro?) es decir, aproxime su pierna izquierda o derecha (recuerde: no las dos a la vez o se dará una buena os... digo golpe) con toda la fuerza explosiva de la que disponga y golpee con los dedos de los pies que, como dijimos en el punto número uno -que debió leer con mucha atención-, se encuentran protegidos por el zapato.

5.La lata manifestará movimiento. Si esto le libera momentáneamente del aburrimiento y los bostezos persígala (ande) y repita la operación descrita en el punto anterior. Cuando sienta cansancio o vuelva a aparecer el traicionero aburrimiento deténgase, procurando no dejar la lata en medio del espacio arbolado y así colaborar con el ayuntamiento y los posibles encargados de la limpieza faltos de actividad.




Advertencia: estas marcianas instrucciones (categoría: idas de pinza) y sus respectivos e incontables paréntesis fueron creados una noche de “ lucidez” vodkalizada. A la creadora, que se lo pasó pipa en su elaboración, “le trae –cariñosamente- al fresco” lo que se opine de ellas. Muchas gracias. *

*Esto último leído con voz de aviso de supermercado.



viernes, 24 de agosto de 2007

Tierras rojas

Cuentacuentos 27

El hombre de negro huía a través del desierto y el pistolero iba en pos de él, con la seguridad de que el primero aún no se había dado cuenta.

Hacía un buen rato que había perdido la poca paciencia con la que había comenzado. Le gustaba matar, estaba haciendo verdaderos esfuerzos para no pegarle un tiro allí mismo. Se calmó, pensó en el dinero. No podía cometer ninguna locura.

-No es la primera vez que este tipo se las ve con el desierto, de eso no hay duda, y a este paso tampoco será la última...- se resignaba Frederick mientras, cada vez más intranquilo, repasaba mentalmente las provisiones que aguantaban en la bolsa de cuero. Agua, frutos secos y... unas cuantas latas de cangrejo de río en conserva -lo más raro y asqueroso que había logrado encontrar por la mañana en el mercado, que solo cataría si verdaderamente se estuviera muriendo de hambre.

Hacía horas que habían salido de Tebas y aquel tipo no había parado de andar en ningún momento: seguía manteniendo el paso con decisión, sin mirar atrás. El enemigo más peligroso al que se enfrentaban no tardaría en aparecer; el pistolero tenía la débil esperanza de que el árido frío de la noche frenara al inagotable desconocido. No lo hizo.

Frederick no era más que un heká, lo que se podía traducir como hombre para todo. Ese todo solía significar asesinato. Le habían asegurado que sería un trabajo como los demás: fácil y rápido, pero que antes de apretar ningún gatillo tendría que descubrir el destino final del desconocido y de lo que había robado, que se reducía a tres piedrecillas funerarias, o algo así, con símbolos de no sé que divinidad egipcia -Frederick no había prestado demasiada atención- por las que el Museo Británico estaba dispuesto a pagar una cifra mareante. Una vez resuelto ese pequeño detalle, la muerte podía ser todo lo cruel que se le antojara.

-¡Maldito hijo de puta!¡Para de una vez o lo hago yo a balazos! -el hombre de negro estaba a punto de adentrarse en tierras rojas, muy temidas y fruto de innumerables leyendas, en su mayoría macabras y sin sentido. Frederick intentaba convencerse de que todo aquello no eran más que bobadas, cuentos de vieja, pero si algo había heredado de sus neuróticos padres era una enfermiza superstición; no estaba dispuesto a seguir. Por suerte para él, el desconocido se detuvo antes de entrar. Se paró en seco y se desnudó completamente. También se quitó el pañuelo negro que le cubría por entero la cabeza. Al ver aquel rostro Frederick notó como si, durante unos segundos, alguien le aplastara el corazón contra el suelo.

Lo que el pistolero no sabía era que le habían descubierto hace unas horas; el hombre de negro había notado su presencia nada más salir de Tebas y había decidido ignorarle, pero no iba a tardar en cambiar de estrategia. Cogió una de las piedras y la lanzó en vertical lo más fuerte que pudo. La piedra se elevó unos seis metros, se quedó inmóvil flotando sobre su cabeza y comenzó a brillar. Repitió la operación con las otras dos piedras, que se colocaron paralelas a la anterior.Cerró los ojos y unas guturales palabras salieron de su boca de perro. Las piedras cayeron una a una sobre la arena y un gran edificio de adobe surgió de entre ellas. Instantes después unas manos se acercaron al cuello de Frederick que no pudo hacer nada por defenderse.

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Aquel rincón del desierto occidental había sido el elegido por Seth, dios de la destrucción y de la muerte, como destierro tras asesinar y descuartizar a su hermano, y vagaba por aquellas tierras desde entonces. Tras el horrible acontecimiento Nefthis, su esposa, le abandonó y el resto de dioses le perdieron el respeto. Ya que nadie lo haría por él, Seth había aprovechado sus numerosas horas vacías para construirse un templo dedicado a su propia persona. Se encontraba bajo la arena, en tierras rojas y solo reaparecía de noche, tras una serie de rituales que solo Seth conocía. En su interior se escondían impresionantes tesoros que el dios había conseguido reunir durante siglos de soledad obligada y que le hacían recordar antiguos tiempos de riqueza, plenitud y poder. La mayoría procedían de otros templos pero, desde hace unos dos siglos, había tenido que vérselas con un inesperado contratiempo: comerciantes, arqueólogos y contrabandistas que se le adelantaban. Esto irritaba al dios, que había tenido que ingeniárselas para entrar en el mundo de los hombres sin ser reconocido, lo que hubiera resultado sencillo si su divina anatomía no incluyera aquella chocante cabeza de chacal. Normalmente la tarea no le daba problemas pero a veces era descubierto por algún hombre y se veía obligado a matar, algo que le divertía y que no se le daba nada mal.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Hasta septiembre...

Cuentacuentos 26


Aquí todo el mundo va a su bola menos yo que voy a la mía.
Tock tock, ¿se puede? Sin esperar respuesta de ningún tipo, la frasecilla entró. Inocente y despreocupada, sin tener ni la más remota idea del daño que iba a provocar, aquella extraña cadena de palabras salió del rincón en el que se había escondido para pasar a ser temporalmente la protagonista de su pensamiento.

¿Qué estaba haciendo ahí? Ni la memoria a largo plazo ni la a corto tenían ni idea de donde había salido pero al parecer había burlado todo sistema de seguridad existente. La alarma había saltado demasiado tarde y ahora “aquí todo el mundo...” era en lo único en que David podía pensar. Danzaba a sus anchas por su mente sin dejar actuar a ningún otro hecho, dato u oración. Que momento más inoportuno...

El personal de la aduana, localizado al final del oído interno junto a la conexión con los nervios auditivos, no recordaba haber permitido jamás la entrada de aquella frase... Y una vez dentro, los agentes de vigilancia de ninguna de las áreas del cerebro la habían visto pasar. Tampoco se recordaba su origen... Seguramente se le habría pegado de algún programa de radio o de alguna de esas conversaciones que no puedes evitar escuchar porque sus participantes no saben modular la voz. Quizá hubieran sido aquellas dos chicas del autobús o la pareja de señoras enrruladas de la sección de congelados del supermercado.

¿Dónde estaba el cuerpo de seguridad cerebral cuando uno le necesitaba? La intrusa no paraba de saltar entre neurona y neurona y bloqueaba cualquier posible conexión entre ellas. Su mente se había convertido en un auténtico caos...

Inconscientemente la mano de David escribió algo en el folio que tenía delante.
¿Su sistema locomotor también estaba fuera de control? ¿Quién estaba dando la orden? El chico miró resignado el folio casi en blanco y lo que en él acababa de escribir, que parecía lanzarle un envenenado "¡hasta septiembre!"


Aquí todo el mundo va a su bola menos yo que voy a la mía.



Segundos después la profesora anunciaba el final del examen.

Suspenso.


Era el colmo, encima había sido el examen de neurología.



domingo, 12 de agosto de 2007

Casa tomada*

Cuentacuentos 25


Nada más despertar, se gira y lo descubre a su lado. Está profundamente dormido así que Mónica se levanta con mucho cuidado. Sin hacer ruido, acerca un taburete al borde de la cama y se sienta a observar. Sabe que tardara en despertar así que disfruta pensando en como llevará a cabo su venganza.

Sonríe; ahora es ella la que tiene el control y no lo va a desaprovechar. Ahí está, tan tranquilo, durmiendo como si nada, a escasos centímetros. Está claro que está intentando burlarse de ella pero esta vez le ha salido el tiro por la culata. Es muy pequeño, casi del mismo tamaño que la muñeca de porcelana del tocador, que resiste rebelde a la transformación que ha sufrido el resto de la casa.

Todo empezó hace unos meses. Al principio Mónica no lo notó; sí...de vez en cuando las cosas desaparecían o cambiaban de sitio pero fue tan leve que no le dio importancia y supuso que era el estrés del trabajo que hacía que estuviera más despistada que de costumbre. Pasaron un par de semanas. Un día llegó a casa después de horas y horas en la oficina y su llave no abría. Llamó al portero para que abriera con su copia pero no funcionó; el cerrajero tampoco lo consiguió pero no se fue sin cobrar por el desplazamiento y soltar un supersticioso “será cosa de duendes”. Tras dos horas de intentos fallidos los bomberos solucionaron el misterio a hachazos.

Lo que le esperaba a Mónica tras la puerta astillada parecía una broma de mal gusto. Alguien se había dedicado llevarse una a una todas las baldosas de la casa y a poner...césped en su lugar. Además, el salón se había convertido en un enorme campo de amapolas y en uno de los baños había crecido lo que parecía un sauce llorón. Esto tenía que ser cosa de Ricardo, su ex marido. Le llamó pero nadie le cogió el teléfono. Entonces –luego se arrepentiría de ello- abandonó el piso en dirección al apartamento de él. Tras una larga charla artificialmente amistosa y unos cuantos gritos nerviosos, Mónica llegó a la conclusión de que Ricardo no había tenido nada que ver.

Cuando volvió al piso las cosas habían empeorado y mucho...Su dormitorio se había llenado de setas y margaritas. En la cocina habían surgido como de la nada una cascada y un riachuelo de agua cristalina que terminaba en un pequeño estanque situado en la terraza. Además toda la casa estaba llena de mariposas y en lo alto de una estantería descubrió un nido de gorriones. Paralizada, Mónica se sentó en lo que quedaba del sofá (con musgo incluido). No es que no le gustara el campo...pero no quería una reserva natural en su propia casa. Le pareció buena idea echarse a dormir, quizá de esa forma despertara de esa extraña y verde pesadilla.

Despertó poco después...; el sofá se había convertido en una piedra enorme repleta de musgo y había dejado de ser cómodo. En el hueco que antes ocupaba la televisión una familia de conejos curiosos la observaban desde su recién estrenada madriguera y los radiadores eran ahora un montón de arbustos de flores amarillas.

Mónica recuerda todo aquello con resentimiento...pero está repleta de una extraña felicidad: ahora tiene al culpable de todo aquello delante de sus narices, indefenso. Mónica se levanta sigilosamente del taburete. Ya sabe lo que hacer. En el trastero aún conservaba la vieja y enorme jaula para canarios de su abuela. Con eso serviría. Encerraría a ese pequeño diablejo y se desharía de él. La casa volvería a ser la que era con un poco de tiempo y dinero.

Cruza el pasillo lleno de hierba lo más rápido y en silencio que puede hasta llegar al trastero, única habitación que el intruso todavía no ha tomado. Una vez dentro Mónica encuentra enseguida la jaula pero antes de que consiga cogerla...la puerta del trastero se cierra de un portazo. Intenta salir pero le han encerrado. Está claro que no tiene buena suerte con las puertas.

Al otro lado, un hombrecillo con gorro rojo y en punta, con barba blanca, gafas extrañas y una tortuga a su lado, se pone a escribir. Parece que no está acostumbrado a ello y tarda un poco en terminar. Al rato aparece por el hueco de la puerta una breve nota con caligrafía un tanto infantil y que Mónica tarda en entender:

Ahora Puk dueño de casa ser. Señorita mala ser usted al querer atraparle; Puk muy enfadado estar y encierra para siempre a usted. Puk dar irónicas gracias por nuevo hogar.

Firmado: El duende Puk



Y es que hay veces que los cerrajeros tienen hasta razón.



*Nota: el título es original de un famoso cuento de Cortázar.

domingo, 5 de agosto de 2007

Blablabla...

Cuentacuentos 24

Le escuché en silencio porque escupir aquella historia parecía costarle demasiado. Si le interrumpía nunca sabría la verdad así que esperé paciente a que recuperase la calma o lo que fuera que hubiera perdido...Nada más verle supe de lo que quería hablarme.

No me estaba enterando de nada. Al principio supuse que con los nervios no era capaz de pronunciar bien. Pasaron los minutos y consiguió calmarse así que imaginé que por fin empezaría a hablar con normalidad y que yo le entendería de una vez. No fue así. Llevábamos toda una vida juntos...¿cómo era posible que, ahora, de repente, no entendiera ni una sola palabra suya? ¿Qué me pasaba? ¿Estaría borracha?¿Lo estaría él? Tuve que interrumpir estos pensamientos: sobre su cabeza empezaron a formarse unas nubecitas rosas que al rato se transformaban en tres letras mayúsculas. BLA BLA BLA... Al principio solo aparecieron dos o tres filas pero empecé a asustarme cuando sobrepasaron la veintena y comenzaron a agolparse por todos los rincones de la habitación. Sabía que seguía hablando porque no paraban de salir nubes de su cabeza pero ya no le veía, los blablablas rosas flotaban amenazantes entre los dos y me quitaban toda visibilidad.

Abrí la ventana y los blablablas salieron volando. Ninguna nube rosa más salió de su cabeza por lo que supuse que había terminado de hablar. Me miró avergonzado (poco después entendí la razón) esperando una respuesta.

-Lo siento cariño, pero no me enterado de nada de lo que me has dicho...-le dije esforzándome por no darle demasiada importancia a lo que había presenciado-Ha sido muy extraño...¿no has visto lo que salía de tu cabeza?

Miré hacía el techo. De mi cabeza comenzaron a salir blablablas de color verde: él tampoco me estaba entendiendo. Nos miramos. Me fijé en la maleta que él tenía a sus pies. Debía llevar todo el rato allí pero no me había fijado en ella hasta ese mismo instante. De repente lo vi todo claro. Se marchaba, quizá hubiera otra persona. Hacía mucho que no lográbamos entendernos, el incidente de aquella tarde lo había confirmado: era como si ya ni siquiera hablásemos el mismo idioma. El amor se había esfumado hace muchos años y ahora solo quedaba un hilo de cariño y amistad. Me sentí bien, contenta por él...se había atrevido a dar el paso, a dejar una vida que había perdido el significado con el que comenzó.

Nos miramos a los ojos, nos sonreímos y nos fundimos en un abrazo. De su cabeza salieron unos cuantos blablablas más, sus ojos me hicieron adivinar lo que no había entendido de sus palabras.

-Cuídate mucho tú también –le dije mientras mis nubes verdes volvían a aparecer...

Nunca volveríamos a hablar el mismo idioma.



lunes, 23 de julio de 2007

Última indecisión

Cuentacuentos 23

Le temblaron las manos cuando tuvo que elegir. Aunque su desfasado reloj se lo había advertido ya miles de veces y no tendría ya mucha más paciencia con la que obsequiarle él insistía en salirse con la suya y seguía retrasando el momento. Sin embargo sabía que no podría aguantar mucho más. La aldea entera lo había hecho ya: todos y cada uno de sus vecinos. Hacía meses que se había quedado solo en aquella enorme casa, evitando lo inevitable.

Miró a los lados, asegurándose de que nadie le observaba a través de la ventana. ¿Quién iba a hacerlo? –se preguntó. Sabía que era materialmente imposible que alguien siguiera respirando, mucho menos espiando su patética y ya absurda figura tras una lámina de cristal. La vida se había evaporado o por lo menos había cambiado de lugar y se encontraba muy lejos de allí, tenía que aceptarlo. Solo quedaba él. Aún así, movido por quien sabe qué, dio unos cuantos pasos nerviosos y echó la cortina. Sentía unos ojos clavarse en su nuca, por mucho que supiera que no quedaba nadie vivo al que pudieran pertenecer.

Sobre la mesa seguían las dos cartas, boca abajo. Las instrucciones que Ella le había dado eran claras: antes de que llegue la oscuridad debes elegir una carta, si no lo haces...si no lo haces a tiempo...¡Si no lo hago a tiempo...! -no podía terminar la frase sin vivir una pequeña muerte en su interior, quizá reflejo de lo que en realidad le esperaba.

-Es fácil -se repetía - ¡elige de una vez una de las dos! Desde que naciste sabes que esto llegaría. Si el resto ha tenido el valor suficiente...tú también podrás... Solo tienes que levantar una de ellas y...la suerte hablará por ti. Ella te ha asegurado que tras una hay vida y... tras la otra...tras la otra...¡no quiero convertirme en polvo!


Nunca fue capaz de elegir ninguna de las dos cartas. La oscuridad llegó antes de que se decidiera y se lo llevó sin hacer preguntas. Al menos no se equivocó en aquel presentimiento de la ventana: alguien le espiaba, sí, Ella, que es y será siempre una mentirosa: hubiera dado igual cual de las cartas hubiera elegido... tras las dos se encontraba el nombre de aquella vil espía...La Muerte.



Compo por cortesía de Ninivé...¡muchas gracias!