Los niños habían decidido cambiar de zona de juegos y, sentados sobre las pegajosas baldosas de la cocina, se tiraban galletas mojadas de zumo y leche. Samuel se había apropiado de casi la totalidad de las municiones y le estaba dando una soberana paliza a Elliot, que, contra todo pronóstico estaba convirtiendo su derrota en una deliciosa victoria con sabor a chocolate. Cuando no quedaba ni una sola galleta fuera del estómago de Elliot, los dos hermanos se miraron y prosiguieron la marcha al unísono, como movidos por una misma ley invisible que les susurraba que la sesión de juego debía continuar en el salón.
Jemie se había incorporado y fumaba medio desnudo, con un canal cualquiera llenando el vacío de la habitación. Cuando vio llegar a los pequeños suspiró resignado y miró para otro lado.
-Si os quedáis aquí vais a tener que estar callados, del todo –recitó, sin ganas, como solía hacer todas las tardes. Los niños abrieron los ojos sin inmutarse; aún no podían entender ni una sola palabra y si se guiaban por el tono de Jemie, sin rastro de pistas melódicas, sólo llegarían a la conclusión de que su hermano se había tragado una bruja aburrida.
Mientras Jemie era hipnotizado por un combate de boxeo, uno de los niños se puso a gatear sin dirección definida. Mientras, el otro le observaba atentamente. Como si del propio rey de las travesuras improvisadas se tratase, hizo un giro y con un brillo en los ojos difícilmente clasificable, se dirigió a la pizza que Jemie había pedido hacía tan solo media hora y de la que, por lo visto, se había olvidado completamente. La caja cuadrada estaba abierta, tirada sobre la moqueta, y al niño le debió resultar imposible no caer en la tentación. Con la contundencia extra que le otorgaban los pañales, sus pequeños glúteos de bebé se sentaron sobre la masa redonda, aplastándola con fuerza. Al levantarse, del tejido acolchado del pañal colgaban trocitos de beicon y piña. La risa descontrolada del otro niño despertó a Jemie de su ensueño en el interior del ring.