lunes, 10 de diciembre de 2007

(A)hor(r)a


Cuando se quiso dar cuenta era otra vez otoño. De vez en cuando echaba un vistazo debajo del colchón: el saco color garbanzo solía estar vacío, insultantemente hueco; apenas le quedaban minutos que gastar, todos se evaporaban en quehaceres y obligaciones que atacaban sin piedad y que debía vencer sola. Sus horas, por el mero hecho de formar parte de su vida, tenían que estirarse y ser más eficientes que el resto porque, de no ser así, simplemente todo se paraba y dejaba de funcionar.

Ahorrar tiempo era una empresa titánica, llevaba años esforzándose y un triste puñado de minutos era lo máximo que había logrado conseguir. Sus ahorros de toda una vida se reducían a una temblorosa cifra; ¿qué podía hacer con solo treinta y cinco minutos?

Fijarse en detalles como aquel significaba un gasto de segundos considerable, gasto que Elisa no se podía permitir. Otoño, invierno, ¿qué más daba? Cuando en un acto rutinario, cronómetro en mano para no malgastar, desató el cordel del saco y revisó su contenido sus ojos se encendieron. Debía tratarse de un error; al abrirlo millones y millones de horas, días, meses y años se amontonaron en la pequeña habitación. Literalmente era dueña de todo el tiempo del mundo. Tardó un rato en asimilarlo y cuando lo hizo, decidió bajar al parque, caballete en mano, y empezar a gastar su recién adquirida fortuna.



Banco del tiempo

sábado, 8 de diciembre de 2007

domingo, 2 de diciembre de 2007

Garabatos



Las turbulencias presagiaban lo peor, sin embargo Billy no pareció percibirlas y, si lo hizo, no supo reconocerlas como tales; probablemente ni siquiera conociera su terrible significado. Ignoraba cualquier dato relativo a tiempo y espacio, más aún lo general y abstracto; el pequeño Billy solo entendía y disfrutaba del detalle, de lo concreto. Las cortinas azul marino, un bigote estrambótico, el descarado y alegre amarillo de una blusa, el periódico arrugado en una esquina, la voz dormida del revisor, un niño intentando escalar en el asiento, las vías del tren, la puerta que se abre, el olor a café. Solo fue al notar que su cuerpecito de alambre resbalaba y que sus pies descalzos se aproximaban peligrosamente al límite cuando decidió agarrarse a ambos lados del aparato, apretando con fuerza la media docena de dedos, nada funcionales, con los que contaba. Enseguida volvió a zambullirse en el mar de lo concreto…lo saboreaba, precisaba toda su atención.

La corriente de aire cesó y el peligro se deshizo, con la espontaneidad con la que había llegado. Pronto el avión volvió a sentirse cómodo apoyado sobre un viento suave pero firme, llevando de un rincón a otro del vagón a un pletórico Billy que sonreía sin perder detalle de lo que acontecía bajo sus pies. A pesar de lo insólito del acontecimiento, pocos pasajeros parecían reparar en su presencia. Solo Rebeca, una mujer menuda y aniñada, observaba el vaivén de su creación.

El baile sin pausa de masas de aire, frío y caliente, caliente y frío, permitían que el viaje del diminuto pasajero no tuviera fin aparente. El avión sobrevolaba peinados y calvicies, consiguiendo cabriolas y piruetas cada vez más enrevesadas. El pequeño Billy parecía tener una facilidad innata para controlar la nave de papel; enseguida aprendió que la dirección de éste dependía de la inclinación más o menos pronunciada que tomara su cuerpo.

Rebeca desvió la mirada del hombrecito unos segundos. Echó un vistazo a su alrededor, sus compañeros de viaje debían tener los ojos de cartón-piedra: Billy planeaba a sus anchas a pocos centímetros de cada uno de ellos, esquivaba sus cabezas, sus pertenencias. ¿Era posible que, como creación suya, solo pudiera verlo ella?

Arrancó una cuartilla, con cuidado de no rasgarla. Pliegue a pliegue y tras dos minutos de concentración consiguió un ejemplar que incluso superaba el anterior. Ingeniería y aerodinámica al servicio de un avión de papel. A continuación, volvió a sacar uno de los bolígrafos del estuche en forma de pato que, a pesar de las tres decenas de años que colgaban de su pasaporte, aún conservaba. A un círculo le siguieron varios trazos ágiles y unas cuantas líneas, tres puntos en el interior del círculo, una rayita ligeramente arqueada hacía arriba. El dibujo debía ser simple, igual que el de Billy. Le pintó una trenza ladeada y un peto vaquero en el que escribió con letra clara y mayúscula un simple REBECA.

-Ya estás lista, Rebeca. ¡Bienvenida! ¿Te apetece conocer a alguien?

Y Rebeca se levantó del papel de un brinco, observó a su alrededor y esbozó su primera sonrisa. Con suavidad, su creadora la colocó en el avión que acababa de construir y, con un enérgico empujón, comenzó su viaje.