domingo, 28 de octubre de 2007

Boquita de pez

Cuentacuentos 32


Esta semana se me ha ocurrido "experimentar" un poco y he grabado el cuento con el micro. Tras varios intentos frustrados este ha sido el resultado. Si tenéis curiosidad pulsad en la grabación de la derecha. Eso sí, mejor que leáis primero la historia a vuestro ritmo y luego lo escuchéis por que creo que he cogido demasiada velocidad...


¿Por qué el mar es azul? me preguntó un día uno de mis peces de colores.

Era domingo y me acababa de aposentar en el sofá. Entre mis manos tenía las dos entradas de cine que acabamos de utilizar mi novia y yo; desde que salíamos juntos mi colección, que había comenzado siendo un crío, había crecido considerablemente. Llevaba guardando aquellos papelitos con una disciplina férrea durante casi dos décadas y ya había completado más de tres álbumes. Cientos de películas, horas, filas y asientos se reunían en el interior de aquellas tapas.

Enfrascado en mi cinéfila tarea la pregunta me descolocó de tal forma que tras escucharla la habitación y todo lo que se encontraba en ella desapareció unos segundos, todo menos la mirada indefinible del pez.

Tras volver de nuevo a la realidad de mi salón-leonera me limité a fingir que no le había oído, algo del todo creíble dado el volumen chispeante de los anuncios de la tele. No supe que contestar y para evitar que se sintiera ignorado me acerqué a la pecera y le obsequié con una generosa ración de gambas disecadas en miniatura. Tanto él como el resto de sus acuáticos compañeros se lanzaron a atrapar las motitas de color naranja con tal velocidad que enseguida formaron una masa multicolor, como una canica gigante. No quiero pensar lo que hubiera ocurrido si se hubieran topado con mi infeliz dedo gordo...

Aquella noche soñé que me convertía en cangrejo. Me encontraba en una sucia jaula de cristal bailando una especie de baile ritual, parecido a una jota aragonesa. Mis potentes pinzas se abrían y cerraban al ritmo y un grupito de preciosas féminas las miraba embobadas. Enajenado por mi orgullo de macho, fantaseando con lo que podía traer la noche, no me di cuenta de que las estilizadas patitas de mis admiradoras huían veloces al barco oxidado de la esquina. Un pulpo color carne envuelto en un guante de látex se abalanzaba hacía mi. Me puse nervioso, mis poderosas pinzas se paralizaron y no supe defenderme.


Entonces un sonido metálico me despertó. Accionada por un matinal resorte, mi mano derecha le propinó la acostumbrada “caricia” de agradecimiento al despertador. Él pareció dirigirme una inquisidora mirada y me di cuenta de que me había equivocado: quedaban horas para las siete de la mañana; el rencor que fluía por mis venas de madrugador obligado me impidió disculparme por el golpe.

Desconcertado, busqué por el piso el origen del ruido que me había robado mi recién adquirida personalidad de cangrejo. Tras mirar en unas cuantas habitaciones, todas inocentes, llegué al foco del desastre. Se había formado un charco enorme e incontables trozos de cristal de diferentes tamaños se habían diseminado por todas partes. De repente reparé en la presencia de mis pececitos, saltando débiles y desesperados entre todo aquel caos. Quité las flores del jarrón que mi novia se había acordado de llenar y fui metiendo una a una a las moribundas criaturas. Mientras yo llenaba la bañera, los peces se iban recuperando poco a poco entre agua con aroma a flores cuyo nombre ignoro e ignoraré siempre.





Continuará...

lunes, 22 de octubre de 2007

De cristal



Hacía frío aquella mañana; la fuerza que salía de las ranuras del radiador había conseguido el efecto contrario en el interior de la habitación, que ahora era una auténtica sauna. Cerró la puerta sin hacer ruido y salió al pasillo a medio vestir. Era tan temprano que sería el colmo de la mala suerte que alguien apareciese por allí, por lo que se arriesgó y terminó de vestirse entre el cuadro cubista y el interruptor de la luz. Prefería la vergüenza de unos instantes de desnudez ante un desconocido que la posibilidad de despertarle. Que siguiese soñando... La ranura de la 606 se iluminó pero a ella se le escapó el detalle.

Ya en el ascensor se colocó mecánicamente la bufanda y gastó el último caramelo de menta. Saludó al recepcionista que, rodeado de tazas vacías, miró de reojo e hizo un saludo que apenas cruzó la frontera del ademán. El ascensor había vuelto al sexto piso.

Apenas llevaba una semana en Madrid. Había llamado a unos cuantos amigos de la facultad; los que no estaban fuera de la ciudad tenían horarios imposibles que les ataban para tomar una mísera cerveza. Dichosos treinta... ¿era tan difícil desatarse un poquito el cinturón y dejar raciocinios y exageradas responsabilidades a un lado? Al final acabó llamándole, él no había cambiado...

En el hotel, el saludo-ademán del recepcionista se volvía a repetir.

No pasaba nadie, cruzó en rojo. La calle era un desierto urbano, solo dos o tres escorpiones en forma de quiosquero o con la palabra taxi tatuada en verde chirriante se dejaban ver de vez en cuando. El camión de la basura se llevaba los restos del día anterior, los recuerdos malolientes que la ciudad regalaba.

Estaba llegando al parque, ya se veía el portón negro a lo lejos. Al observar el letrero que colgaba sobre éste, notó una pequeña bofetada de desilusión: cerrado; en horario de invierno se abría a las siete y aún faltaba más de media hora. Miró a su alrededor, la calle estaba tan vacía que incluso hacía daño. Sólo se veía la silueta de un hombre ojeando una revista en el quiosco de la esquina. Ya lo había hecho años atrás y no le fue difícil escalar el muro. Una vez dentro sus pasos, ansiosos, cogieron velocidad y se perdieron por marrones caminos de hojas secas.

Con una revista enroscada en el bolsillo trasero del pantalón, el dueño de la silueta pegó un brinco dejando atrás los barrotes de metal.

Ella ya había llegado. Todavía era de noche y la luz de las farolas que no habían caído en las garras de piedras vandálicas se reflejaba en el agua. El silencio era tal que para sus oídos se convertía en canción. La fría luz contribuía a que el estanque pareciese de cristal, haciendo compañía al edificio que se erigía enfrente. Se acercó un poco a la orilla y se asomó: un grupo de cinco o seis patos dormía haciendo un corro... y...

Y... algo se acercaba a ella lentamente desde la otra punta del pequeño estanque... algo que flotaba y todavía no lograba distinguir...

Desde los arbustos los ojos de la antigua mirilla improvisaban una nueva, una mirilla de jardín. Observaban enfrascados como aquella sombra de madera se acercaba a ella...

Parecía un bote...
¡Era un bote! Una de las barcas del gran estanque...que se encontraba a diez minutos andando... Sin buscarle mucha lógica subió y se dejó llevar...


Tenía ganas de acercarse, hubiera querido subirse de un brinco con ella... pero prefirió quedarse a observar, al fin y al cabo su cuerpo se encontraba durmiendo a pierna suelta en el hotel...


soñando...

sueños de cristal...


lunes, 1 de octubre de 2007

Aroma


“…Eran las ocho de la mañana, de manera que la mayoría de la gente se dirigía al trabajo. La chica, también. O eso parecía. Iba un poco maquillada y con el pelo recién lavado. Exhalaba el mismo perfume que le olí hace dos o tres meses a una pasajera de Iberia que viajaba en primera. Me fijé en sus uñas, que iban pintadas de un color levemente azulado, como sus ojos. La del dedo gordo llevaba dibujada, además, una pequeña estrella. Parecía un esmalte en cobre, un trabajo de orfebrería…”

...

Parecía no tener demasiada prisa, aunque una vez fuera del autobús sus movimientos delataban cierta inquietud. Se arremangó nerviosamente la chaqueta un par de veces, sin duda en busca de su reloj. Al fin llegó a su destino, un portal antiguo, cerca de Santa Engracia. Alguien le saludo desde una de las ventanas. Fue entonces cuando la chica pareció perder algo de la tensión que momentos atrás había manifestado…llegando incluso a esbozar una pequeña sonrisa de alivio. La dueña de esa mano era, sin duda, Paula. ¿Hacía ya cuanto que no se veían? ¿Hacía cuanto del último café?

Paula era una de las pocas amistades serias que conservaba de sus años de universidad. La apreciaba hasta tal punto que uno de los pensamientos que con más frecuencia rondaba su cabeza en cada uno de los tiempos muertos a los que ella y todo habitante de Madrid estaban casi acostumbrados* la mostraba con pecas y trencitas contestando siempre Paula, como en un sueño surrealista, a toda pregunta que aquellas personitas tan altas se empeñaban en hacer, ya fuera ¿cuántos añitos tienes? o ¿a quién quieres más? ¿a papá o a mamá? Sabía que eran pensamientos absurdos… ¿y qué importaba? Su mente era un remolino y en eso se basaba su éxito. Paula tenía vista para los negocios, ¿ella? imaginación. Y era eso lo que le daba de comer.


Era increíble lo rápido que se le hizo el trayecto portal-sexto pisto-vía escalera, teniendo en cuenta que era una auténtica devota de los ascensores –en este caso inexistente- y que, por lo tanto, el cansancio podría haber hecho mella perfectamente. Sin duda, había sido la ilusión de ver a Paula la que lo había borrado del mapa. Ella ya la esperaba en el rellano.

*Interminables y malolientes viajes en metro, examenes de paciencia a cargo de los numerosos y archiconocidos atacos de la capital, largas esperas en “super”mercados que, en realidad, tienen de heroicos lo que yo de carrito de la compra (por quedarnos un poco en el “maravilloso mundo de las grandes superficies comerciales”...)

-¿Cómo sigue mi escritora favorita? Acércate…a ver que te mire mejor…¡te veo estupenda! ¿Qué te has hecho, pillina?
-¡Ay, Paulita! No me sobra dinero como a otras –risitas de ambas- y si tuviera la gran suerte, no lo malgastaría en ese tipo de médicos, si es que se les puede llamar así, sabes de sobra mi opinión…Tengo suficiente con las cremas…
-Dos besos ¿no? Y no te quedes ahí, por Dios, pasa, pasa…
-¡Madre mía! ¡Cuánto cambio veo por aquí!
-¿No te lo dije? Con todo lo que tenía ahorrado del año que pasé trabajando en Suiza decidí reformar esto un poquito…
-¿Un poquito? Pero si parece el piso de la Preysler…
-No exageres, corazón. Por cierto, ¿te apetece algo? ¿Un Ferrero-Roché? –risas-.
-Un café, como en los viejos tiempos, no estaría de más…
-Ahora mismo voy. ¡Ah! Antes de que se me olvide…¿recibiste el paquete que te mandé por Navidad? Te iba a llamar para preguntártelo pero acabe olvidándome…
-(suspiro) ¿No negarás que te matas a trabajar? Ya no tienes ni memoria…bueno, si acaso de pez. Un día te va a dar algo…tú no te dejas la cabeza, te dejas el cuerpo entero –risas-. Pero en fin…Por supuesto y me encantó. Lo llevo puesto ahora mismo…¿no lo hueles?