viernes, 24 de agosto de 2007

Tierras rojas

Cuentacuentos 27

El hombre de negro huía a través del desierto y el pistolero iba en pos de él, con la seguridad de que el primero aún no se había dado cuenta.

Hacía un buen rato que había perdido la poca paciencia con la que había comenzado. Le gustaba matar, estaba haciendo verdaderos esfuerzos para no pegarle un tiro allí mismo. Se calmó, pensó en el dinero. No podía cometer ninguna locura.

-No es la primera vez que este tipo se las ve con el desierto, de eso no hay duda, y a este paso tampoco será la última...- se resignaba Frederick mientras, cada vez más intranquilo, repasaba mentalmente las provisiones que aguantaban en la bolsa de cuero. Agua, frutos secos y... unas cuantas latas de cangrejo de río en conserva -lo más raro y asqueroso que había logrado encontrar por la mañana en el mercado, que solo cataría si verdaderamente se estuviera muriendo de hambre.

Hacía horas que habían salido de Tebas y aquel tipo no había parado de andar en ningún momento: seguía manteniendo el paso con decisión, sin mirar atrás. El enemigo más peligroso al que se enfrentaban no tardaría en aparecer; el pistolero tenía la débil esperanza de que el árido frío de la noche frenara al inagotable desconocido. No lo hizo.

Frederick no era más que un heká, lo que se podía traducir como hombre para todo. Ese todo solía significar asesinato. Le habían asegurado que sería un trabajo como los demás: fácil y rápido, pero que antes de apretar ningún gatillo tendría que descubrir el destino final del desconocido y de lo que había robado, que se reducía a tres piedrecillas funerarias, o algo así, con símbolos de no sé que divinidad egipcia -Frederick no había prestado demasiada atención- por las que el Museo Británico estaba dispuesto a pagar una cifra mareante. Una vez resuelto ese pequeño detalle, la muerte podía ser todo lo cruel que se le antojara.

-¡Maldito hijo de puta!¡Para de una vez o lo hago yo a balazos! -el hombre de negro estaba a punto de adentrarse en tierras rojas, muy temidas y fruto de innumerables leyendas, en su mayoría macabras y sin sentido. Frederick intentaba convencerse de que todo aquello no eran más que bobadas, cuentos de vieja, pero si algo había heredado de sus neuróticos padres era una enfermiza superstición; no estaba dispuesto a seguir. Por suerte para él, el desconocido se detuvo antes de entrar. Se paró en seco y se desnudó completamente. También se quitó el pañuelo negro que le cubría por entero la cabeza. Al ver aquel rostro Frederick notó como si, durante unos segundos, alguien le aplastara el corazón contra el suelo.

Lo que el pistolero no sabía era que le habían descubierto hace unas horas; el hombre de negro había notado su presencia nada más salir de Tebas y había decidido ignorarle, pero no iba a tardar en cambiar de estrategia. Cogió una de las piedras y la lanzó en vertical lo más fuerte que pudo. La piedra se elevó unos seis metros, se quedó inmóvil flotando sobre su cabeza y comenzó a brillar. Repitió la operación con las otras dos piedras, que se colocaron paralelas a la anterior.Cerró los ojos y unas guturales palabras salieron de su boca de perro. Las piedras cayeron una a una sobre la arena y un gran edificio de adobe surgió de entre ellas. Instantes después unas manos se acercaron al cuello de Frederick que no pudo hacer nada por defenderse.

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Aquel rincón del desierto occidental había sido el elegido por Seth, dios de la destrucción y de la muerte, como destierro tras asesinar y descuartizar a su hermano, y vagaba por aquellas tierras desde entonces. Tras el horrible acontecimiento Nefthis, su esposa, le abandonó y el resto de dioses le perdieron el respeto. Ya que nadie lo haría por él, Seth había aprovechado sus numerosas horas vacías para construirse un templo dedicado a su propia persona. Se encontraba bajo la arena, en tierras rojas y solo reaparecía de noche, tras una serie de rituales que solo Seth conocía. En su interior se escondían impresionantes tesoros que el dios había conseguido reunir durante siglos de soledad obligada y que le hacían recordar antiguos tiempos de riqueza, plenitud y poder. La mayoría procedían de otros templos pero, desde hace unos dos siglos, había tenido que vérselas con un inesperado contratiempo: comerciantes, arqueólogos y contrabandistas que se le adelantaban. Esto irritaba al dios, que había tenido que ingeniárselas para entrar en el mundo de los hombres sin ser reconocido, lo que hubiera resultado sencillo si su divina anatomía no incluyera aquella chocante cabeza de chacal. Normalmente la tarea no le daba problemas pero a veces era descubierto por algún hombre y se veía obligado a matar, algo que le divertía y que no se le daba nada mal.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Hasta septiembre...

Cuentacuentos 26


Aquí todo el mundo va a su bola menos yo que voy a la mía.
Tock tock, ¿se puede? Sin esperar respuesta de ningún tipo, la frasecilla entró. Inocente y despreocupada, sin tener ni la más remota idea del daño que iba a provocar, aquella extraña cadena de palabras salió del rincón en el que se había escondido para pasar a ser temporalmente la protagonista de su pensamiento.

¿Qué estaba haciendo ahí? Ni la memoria a largo plazo ni la a corto tenían ni idea de donde había salido pero al parecer había burlado todo sistema de seguridad existente. La alarma había saltado demasiado tarde y ahora “aquí todo el mundo...” era en lo único en que David podía pensar. Danzaba a sus anchas por su mente sin dejar actuar a ningún otro hecho, dato u oración. Que momento más inoportuno...

El personal de la aduana, localizado al final del oído interno junto a la conexión con los nervios auditivos, no recordaba haber permitido jamás la entrada de aquella frase... Y una vez dentro, los agentes de vigilancia de ninguna de las áreas del cerebro la habían visto pasar. Tampoco se recordaba su origen... Seguramente se le habría pegado de algún programa de radio o de alguna de esas conversaciones que no puedes evitar escuchar porque sus participantes no saben modular la voz. Quizá hubieran sido aquellas dos chicas del autobús o la pareja de señoras enrruladas de la sección de congelados del supermercado.

¿Dónde estaba el cuerpo de seguridad cerebral cuando uno le necesitaba? La intrusa no paraba de saltar entre neurona y neurona y bloqueaba cualquier posible conexión entre ellas. Su mente se había convertido en un auténtico caos...

Inconscientemente la mano de David escribió algo en el folio que tenía delante.
¿Su sistema locomotor también estaba fuera de control? ¿Quién estaba dando la orden? El chico miró resignado el folio casi en blanco y lo que en él acababa de escribir, que parecía lanzarle un envenenado "¡hasta septiembre!"


Aquí todo el mundo va a su bola menos yo que voy a la mía.



Segundos después la profesora anunciaba el final del examen.

Suspenso.


Era el colmo, encima había sido el examen de neurología.



domingo, 12 de agosto de 2007

Casa tomada*

Cuentacuentos 25


Nada más despertar, se gira y lo descubre a su lado. Está profundamente dormido así que Mónica se levanta con mucho cuidado. Sin hacer ruido, acerca un taburete al borde de la cama y se sienta a observar. Sabe que tardara en despertar así que disfruta pensando en como llevará a cabo su venganza.

Sonríe; ahora es ella la que tiene el control y no lo va a desaprovechar. Ahí está, tan tranquilo, durmiendo como si nada, a escasos centímetros. Está claro que está intentando burlarse de ella pero esta vez le ha salido el tiro por la culata. Es muy pequeño, casi del mismo tamaño que la muñeca de porcelana del tocador, que resiste rebelde a la transformación que ha sufrido el resto de la casa.

Todo empezó hace unos meses. Al principio Mónica no lo notó; sí...de vez en cuando las cosas desaparecían o cambiaban de sitio pero fue tan leve que no le dio importancia y supuso que era el estrés del trabajo que hacía que estuviera más despistada que de costumbre. Pasaron un par de semanas. Un día llegó a casa después de horas y horas en la oficina y su llave no abría. Llamó al portero para que abriera con su copia pero no funcionó; el cerrajero tampoco lo consiguió pero no se fue sin cobrar por el desplazamiento y soltar un supersticioso “será cosa de duendes”. Tras dos horas de intentos fallidos los bomberos solucionaron el misterio a hachazos.

Lo que le esperaba a Mónica tras la puerta astillada parecía una broma de mal gusto. Alguien se había dedicado llevarse una a una todas las baldosas de la casa y a poner...césped en su lugar. Además, el salón se había convertido en un enorme campo de amapolas y en uno de los baños había crecido lo que parecía un sauce llorón. Esto tenía que ser cosa de Ricardo, su ex marido. Le llamó pero nadie le cogió el teléfono. Entonces –luego se arrepentiría de ello- abandonó el piso en dirección al apartamento de él. Tras una larga charla artificialmente amistosa y unos cuantos gritos nerviosos, Mónica llegó a la conclusión de que Ricardo no había tenido nada que ver.

Cuando volvió al piso las cosas habían empeorado y mucho...Su dormitorio se había llenado de setas y margaritas. En la cocina habían surgido como de la nada una cascada y un riachuelo de agua cristalina que terminaba en un pequeño estanque situado en la terraza. Además toda la casa estaba llena de mariposas y en lo alto de una estantería descubrió un nido de gorriones. Paralizada, Mónica se sentó en lo que quedaba del sofá (con musgo incluido). No es que no le gustara el campo...pero no quería una reserva natural en su propia casa. Le pareció buena idea echarse a dormir, quizá de esa forma despertara de esa extraña y verde pesadilla.

Despertó poco después...; el sofá se había convertido en una piedra enorme repleta de musgo y había dejado de ser cómodo. En el hueco que antes ocupaba la televisión una familia de conejos curiosos la observaban desde su recién estrenada madriguera y los radiadores eran ahora un montón de arbustos de flores amarillas.

Mónica recuerda todo aquello con resentimiento...pero está repleta de una extraña felicidad: ahora tiene al culpable de todo aquello delante de sus narices, indefenso. Mónica se levanta sigilosamente del taburete. Ya sabe lo que hacer. En el trastero aún conservaba la vieja y enorme jaula para canarios de su abuela. Con eso serviría. Encerraría a ese pequeño diablejo y se desharía de él. La casa volvería a ser la que era con un poco de tiempo y dinero.

Cruza el pasillo lleno de hierba lo más rápido y en silencio que puede hasta llegar al trastero, única habitación que el intruso todavía no ha tomado. Una vez dentro Mónica encuentra enseguida la jaula pero antes de que consiga cogerla...la puerta del trastero se cierra de un portazo. Intenta salir pero le han encerrado. Está claro que no tiene buena suerte con las puertas.

Al otro lado, un hombrecillo con gorro rojo y en punta, con barba blanca, gafas extrañas y una tortuga a su lado, se pone a escribir. Parece que no está acostumbrado a ello y tarda un poco en terminar. Al rato aparece por el hueco de la puerta una breve nota con caligrafía un tanto infantil y que Mónica tarda en entender:

Ahora Puk dueño de casa ser. Señorita mala ser usted al querer atraparle; Puk muy enfadado estar y encierra para siempre a usted. Puk dar irónicas gracias por nuevo hogar.

Firmado: El duende Puk



Y es que hay veces que los cerrajeros tienen hasta razón.



*Nota: el título es original de un famoso cuento de Cortázar.

domingo, 5 de agosto de 2007

Blablabla...

Cuentacuentos 24

Le escuché en silencio porque escupir aquella historia parecía costarle demasiado. Si le interrumpía nunca sabría la verdad así que esperé paciente a que recuperase la calma o lo que fuera que hubiera perdido...Nada más verle supe de lo que quería hablarme.

No me estaba enterando de nada. Al principio supuse que con los nervios no era capaz de pronunciar bien. Pasaron los minutos y consiguió calmarse así que imaginé que por fin empezaría a hablar con normalidad y que yo le entendería de una vez. No fue así. Llevábamos toda una vida juntos...¿cómo era posible que, ahora, de repente, no entendiera ni una sola palabra suya? ¿Qué me pasaba? ¿Estaría borracha?¿Lo estaría él? Tuve que interrumpir estos pensamientos: sobre su cabeza empezaron a formarse unas nubecitas rosas que al rato se transformaban en tres letras mayúsculas. BLA BLA BLA... Al principio solo aparecieron dos o tres filas pero empecé a asustarme cuando sobrepasaron la veintena y comenzaron a agolparse por todos los rincones de la habitación. Sabía que seguía hablando porque no paraban de salir nubes de su cabeza pero ya no le veía, los blablablas rosas flotaban amenazantes entre los dos y me quitaban toda visibilidad.

Abrí la ventana y los blablablas salieron volando. Ninguna nube rosa más salió de su cabeza por lo que supuse que había terminado de hablar. Me miró avergonzado (poco después entendí la razón) esperando una respuesta.

-Lo siento cariño, pero no me enterado de nada de lo que me has dicho...-le dije esforzándome por no darle demasiada importancia a lo que había presenciado-Ha sido muy extraño...¿no has visto lo que salía de tu cabeza?

Miré hacía el techo. De mi cabeza comenzaron a salir blablablas de color verde: él tampoco me estaba entendiendo. Nos miramos. Me fijé en la maleta que él tenía a sus pies. Debía llevar todo el rato allí pero no me había fijado en ella hasta ese mismo instante. De repente lo vi todo claro. Se marchaba, quizá hubiera otra persona. Hacía mucho que no lográbamos entendernos, el incidente de aquella tarde lo había confirmado: era como si ya ni siquiera hablásemos el mismo idioma. El amor se había esfumado hace muchos años y ahora solo quedaba un hilo de cariño y amistad. Me sentí bien, contenta por él...se había atrevido a dar el paso, a dejar una vida que había perdido el significado con el que comenzó.

Nos miramos a los ojos, nos sonreímos y nos fundimos en un abrazo. De su cabeza salieron unos cuantos blablablas más, sus ojos me hicieron adivinar lo que no había entendido de sus palabras.

-Cuídate mucho tú también –le dije mientras mis nubes verdes volvían a aparecer...

Nunca volveríamos a hablar el mismo idioma.