lunes, 26 de noviembre de 2007

Roy Bassey



Iba tan borracho que ni siquiera era capaz de distinguir la luna del resto de las farolas. Dos hileras de luces blancas, una a cada lado de la calle, se extendían en el horizonte y formaban un punto de fuga distante presidido por la reina de la noche, que durante unas horas se mostraría llena y redonda. Sus ojos no veían edificios, veían inmensas moles de hielo negro dispuestas a derretirse sobre su cabeza en cualquier momento y sus pies, envueltos en zapatillas de tela, absorbían toda la humedad de la acera cual fregona. El frío, caprichoso, iba y venía, como si alguien lo controlara arbitrariamente.

El pequeño treinta y dos dorado que se vislumbraba a apenas tres metros anunciaba calor, colchón y salchichas crudas de la nevera, un alivio para su estómago alcoholizado. Palpó los cuatro bolsillos del pantalón. Los volvió a palpar. Sacó la cajetilla de tabaco esperando encontrar las llaves medio escondidas debajo. Salvo por el paquete casi gastado, los bolsillos estaban del todo vacíos. El silencio del portal se tragó unos cuantos tacos malpronunciados y con sabor a ron.

David y Fred todavía seguían coleando por bares del centro pero llegarían antes del amanecer por lo que la mejor opción era esperarles en su portal y pasar allí el resto del fin de semana, hasta que sus padres volvieran de donde quiera que estuviesen.

Comenzaba a bajar la rampa que le llevaba de nuevo a la calle. Antes de que le diera tiempo a volver a pisar la acera un niño de unos cuatro años se le cruzó corriendo a una velocidad de vértigo. Nadie iba detrás. Eran las cinco de la mañana de un viernes, la situación cuanto menos se salía de lo habitual. Ayudado por el cansancio y por los grados de más en sangre, su mente no tardó mucho en dejar de pensar en aquello. Encendió un pitillo y comenzó a andar. Uno a uno iba dejando atrás los comercios de la calle, comercios muertos, dormidos, hasta llegar al parque redondo, como se le había apodado desde siempre.


Se sentó en uno de los bancos de madera y terminó con lentitud el último cigarro. Se fijó en el centro del parque y se imaginó veinte años atrás. No le duró mucho aquel retroceso: un chirrido fuerte y constante había roto el silencio sepulcral. El crujido metálico de las cadenas. Uno de los columpios se estaba moviendo a una velocidad cadenciosa; no había nadie sobre la silla. La de al lado comenzó a moverse también, al principio lentamente; cada vez con más fuerza, con tanta que la silla terminó sobrepasando unas cuantas veces el oxidado metal de la barra superior, dejando el columpio colgando a más de dos metros del suelo. De repente se fijó. Un hombre despeinado y cabizbajo vestido con un mono verde oscuro se columpiaba suavemente en la silla que antes, vacía, había comenzado a moverse. El hombre levantó la cabeza y le sonrió burlonamente. Después alzó la mano izquierda y movió la muñeca de un lado a otro, moviendo algo pequeño y brillante. Antes de darse cuenta de que lo que sostenía eran sus llaves, el chico miró de nuevo al columpio de la izquierda. Una cabeza pequeña y ensangrentada yacía sobre él. El hombre la cogió, la acarició con dulzura y la tiró a los pies del chico. La cabecita rubia del niño.
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martes, 20 de noviembre de 2007

Body battle

El camino era tan estrecho que se hacía difícil caminar erguido sin caer. Los hombros, conocedores de la situación, procuraban evitar movimientos bruscos y la espalda se erigía desafiante, consciente de su firme liderazgo, en equilibrio entre la rectitud y la curva. Los miembros superiores miraban con desprecio el mecánico trabajo de aquellos que servían de puente con el suelo y la roca. Vanagloriándose de su posición privilegiada de sostén, el tronco, la espalda, los hombros, carismáticos ejes y mástiles de un cuerpo curtido en la exigencia y el dolor, soportaban el escaso y levemente tirante peso de la mochila, mientras un río de sangre edulcorado de narcisismo recorría sus entrañas de pilares orgullosos.

Abajo, separados por un abismo ideológico pero físicamente irreal, músculos y huesos luchaban enérgicos como titanes. Amortiguaban presiones y golpes, suavizando las durezas del camino; su esfuerzo traía progreso. Su trabajo, mileurista y fácilmente menospreciado, se basa en la constancia y en la superación, mientras que los de arriba, en despachos acristalados, contemplan el paisaje: vistas panorámicas y engañosamente imperecederas de éxito y poderío, salpicadas de pinos, peregrinos y eucaliptos. De vez en cuando alguna grata conversación distrae la mente del caminante, dejando a solas a los grupos rivales. Es entonces cuando la triada de los privilegios corre a meter dedos en los ojos de unas piernas y rodillas machacadas por la frenética jornada laboral. Éstos se defienden, no se dejan aplastar por los abusones corpóreos y sacrifican sus últimas barras de energía en una lucha, encarnizada, que poco se aleja de las peleas en el patio del colegio. Es una batalla pérdida: hombros, tronco y espalda ganan con facilidad, aprovechándose del cansancio acumulado de sus contrarios, desgastados por horas de camino ininterrumpido. Frente a la victoria injusta, peronés, tibias y rótulas se plantan, hasta ahí se ha llegado. Sin ellos la institución no avanza, se para en seco. Los vencedores, que segundos antes se pavoneaban a carcajada y chulería limpia, reclaman entonces su derecho a continuar andando, tachando a los obreros de vagos y sinvergüenzas, entre otras y no variadas lindezas. Entonces, el peregrino cae rendido sobre una roca, mientras unas manos amigas recompensan el trabajo de los que realmente lo merecen con un poco de reflex, tranquilidad y un enorme bocata de chorizo.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Little Red Riding Hood


-¿Qué haces?

-Ver porno ¿y tú?

-Pensaba en ti...- confesó sujetando el escaso sonrojo que aún no se había escapado y propagado por su rostro, con miedo a que el bucle telefónico fuera capaz de transmitírselo.

-Nunca te rindes ¿verdad? – la voz, resacosa pero firme, conservaba cierto tinte infantil, de cuento de tapas duras; un tinte que, a pesar de haber sobrepasado hace tiempo la frontera de los veinticinco, se resistía a marcharse- Me voy a desayunar –anunció despreocupadamente y, de un acrobático salto, abandonó la cama y a su interlocutor, que de golpe se vio en brazos de la ausente compañía del silencio.A medio camino entre el dormitorio y la cocina Laura se paró en seco: parecía haberse arrepentido de su maleducado gesto y con una sonrisa en armonioso compás con la chispa pecaminosa de sus ojos, retrocedió sus pasos. Comprobó que la respiración entrecortada seguía escuchándose al otro lado y, con un par de ágiles movimientos de muñeca, subió el volumen de la tele y acercó el auricular al altavoz, dejando que un mar de gemidos y música de ascensor inundaran la línea.

Los supervivientes de la nevera eran ya escasos y todos, salvo una de las latas de cerveza checa, respiraron tranquilos al ver desaparecer la mano de la chica. Estaba acostumbrada a estrambóticos desayunos y cuando sus ojos se fijaron en el trocito de tarta de chocolate de la encimera, supo que ya había completado el de aquella mañana.


Con una esperanza frágil como una torre de naipes, Eduardo esperaba que ella volviese y que, con su voz de gominola, le dijera que solo había sido una broma; la conocía, sabía que no iba a ser así y se maldijo así mismo por llevar tanto tiempo encarcelado en sus redes. Los minutos pasaron y terminó por aceptarlo con resignación, como tantas otras veces había hecho, colgando con lentitud el teléfono. Llevaba tanto tiempo trabajando en el turno de noche que ya ni se acordaba; normalmente al llegar a casa el sueño ya le esperaba sentado al borde de la cama pero, al no encontrarlo aquella mañana, marcó como un autómata las nueve cifras. Con un nubarrón descargando sobre su cabeza, se enfundó en su abrigo más resistente y salió a perderse por las hojas del otoño.

-Buenos días, Lobo – la vecina, sentada en un poyete de piedra, limpiaba unos sombrerillos* del tamaño de puños que había recogido con los primeros rayos de sol- que raro verte a estas horas... ¿alergia a las sábanas? ¡Ay, chiquillo! Cuanto daño te va a hacer el no dormir...

Eduardo. Todas y cada una de las sílabas de su nombre se le hacían extrañas. La tradición y el gusto por el sobrenombre aguantaban impasibles el paso del tiempo y a Eduardo se le conocía como el Lobo desde muy corta edad. El Lobo, solitario y noble, con carácter, serenidad y fuerza. Se limitó a sonreír con amabilidad y a corresponder el saludo con un leve movimiento de cabeza.

Siguió caminando,en dirección a las afueras.

Lo que el Lobo vio al llegar allí le enervó la sangre: Pedro, el guardabosques volvía a las andadas. No iba solo. Junto a él otros dos hombres, los conocía de vista. Dejaron unas cuantas botellas en el maletero del todoterreno y dieron la vuelta a la gasolinera. Dejando sobre sus cabezas un cartel de neón rosa, entraron en una casa blanca sin ventanas, donde se divertirían a costa de unas cuantas jóvenes ligeritas de ropa. Se acordó de Laura y el nubarrón de su cabeza se convirtió en una furiosa tormenta. Dejó que entraran al antro y asegurándose de que nadie le observaba, forzó la puerta del coche. Tiempos oscuros de alocada juventud le habían enseñado y todavía recordaba como hacerlo: no tardó más de dos minutos en oír el rugido del motor.

Mensaje recibido. Laura contemplaba su cuerpo desnudo en el espejo del salón. Su blanca piel resplandecía en mitad de la sala, y la redondez y firmeza de su pecho engañaban a sus ojos que parecían ver dos perfectas lunas. Pedro había devuelto una renovada vida a su piel, rebosante de calidez y deseo. El juego que le proponía le resultó morbosamente atrayente y lo siguió al pie de la letra, tal como se lo había sugerido en el mensaje de móvil: se vendó los ojos, entornó la puerta de entrada y esperó impaciente, sentada en el reposabrazos del sofá.


La potencia del coche le hacía subir campo a través sin ningún problema, hubiera llegado antes por carretera pero si conducía por la comarcal existía un riesgo mayor de que le descubrieran.Ya se veía el pantano cuando los ojos del Lobo se iluminaron: Pedro se había dejado el móvil en la guantera. Un arma nueva para su manos vengativas, el automóvil se sumergiría en lo más profundo de las verdes aguas en otro momento. Sus dedos corrieron a la agenda del teléfono y en cuanto el nombre de Laura apareció en la pantalla el Lobo se relamió de gusto, siendo consciente de que había encontrado el perfecto uso para el aparato. Mensaje enviado...

Laura escuchó el chirriar de la puerta, pasos lentos que se acercaban, dedos que lentamente le acariciaban la espalda...Mientras las manos surcaban lentamente el cuerpo de Laura, recreándose tras la frontera de su espalda, el nubarrón desaparecía de la mente del Lobo...

-Al fin te tengo solo para mi, caperucita...




No sé si en otros lugares existen o si se les da otro nombre (si alguien los llama así y no es de la Mancha que me lo diga, que tengo curiosidad) pero por si lo preguntáis...los sombrerillos son unas setas típicas de la Alcarria...En realidad es una parte por un todo, ya que el sombrerillo es según el diccionario la parte abonbada de la seta, lo que podríamos llamar sombrilla...



lunes, 5 de noviembre de 2007

Boquita de pez II

Una mancha de vino en el mantel, una mancha enorme. Cuando volví al salón, la pecera, hecha añicos, se mezclaba con los cristales de lo que ayer había sido una pareja de vasos. Llegué a la conclusión de que el caos nocturno de la operación rescate me había hecho obviar el granate detalle. Aunque desconociera la causa, quedaba claro que lo que hubiera hecho caer al suelo a la pecera había tenido fuerza suficiente como para, además, llevarse por delante a los indefensos recipientes. Tardé un rato en recoger y cuando lo hice el sueño se había esfumado, por lo que me preparé una taza de leche caliente y aproveché el tiempo que me dio el microondas para echarles un vistazo a los peces. Todo parecía normal.

La alarma del microondas ya sonaba, cansada e impaciente a que llegara. Lo hubiera hecho, sin embargo me acerqué un poco a la bañera. Entonces, uno de los peces se giró en mi dirección y volvió a repetirme la pregunta. Lentamente, pronunciando con precisión, sin un ápice de expresión en su rostro de pez. No tenía escapatoria, que fuera un simple pececillo de colores no me daba derecho a ignorarle por segunda vez en la misma noche; pero es que realmente no sabía que responder, la incredulidad me carcomía. Sólo pude balbucear un no lo sé, pequeñajo, cerrar la puerta asustado y correr al salón de donde no salí hasta que se hizo la hora de ir al trabajo.

La mañana pasó lenta y por lo visto yo tenía muy mala cara. Mis compañeros no paraban de repetirlo con el mismo tono que hubiera utilizado mi tía Angelines después de darme el característico beso-chupetón de vaca. Aquel lunes la oficina se había convertido en el reino de las tías Angelines, todos preguntando por mi salud y ofreciendo caramelos de menta a ver si con azúcar se me quitaba el blanco fantasmal de las mejillas. Al menos me libré del beso. Les agradecí su preocupación, por supuesto, pero… ¿qué iba a decirles? ¿Qué uno de mis pececitos naranjas había aprendido a hablar y que estaba sediento de sabiduría marina? Me limité a excusarme con el típico apenas he dormido, lo cual era verdad, adornándolo con tímidas sonrisitas. Si no estuviera ya comprometido aquella hubiera sido una productiva forma de ligar.

Intenté olvidar lo sucedido pero me fue imposible; es bien sabido que con este tipo de intentos lo que realmente se hace es recordar. Aproveché el descanso de la comida para comprar una pecera nueva, esta vez de plástico, y para hablar por teléfono con mi novia, que enseguida me notó raro. No conseguí contarle nada por miedo se pensase unida a un lunático.

Al lunático se le pasaron los días, incluso los meses sin que nada al respecto sucediese. Las primeras semanas pasaba mucho tiempo observando pero, al no recibir nada más que indiferencia de los ojos vidriosos de sus compañeros de salón, ya rara vez se acercaba a la pecera. Ni el pececito curioso ni ninguno de sus colegas se salían del canon de su rutina mecánica de pez y mucho menos encontraba en sus ojitos cristalinos el más mínimo rastro de reconocimiento. El mito de la memoria de pez parecía cumplirse a la perfección en su particular mar en miniatura. En vez de ser un alivio, como hubiera sido de esperar, esta desconexión sumió al chico en una incómoda tristeza, del todo diferente a la que le hubiera producido cualquier comportamiento humano o incluso animal, como la de un perro o un gato que normalmente encienden mayor apego.

Una tarde de domingo fijó la mirada en la pecera y tuvo una idea. Metió uno a uno a los pececitos en una botella de dos litros y a esta en una bolsa de deporte. Bajo la cuesta, cogió el autobús y en un atasco y medio llegó.

-Una entrada por favor... -dijo mientras entreabría la cremallera de la bolsa- Espero que os guste, pequeñajos...




jueves, 1 de noviembre de 2007

De Madrid al cielo

De Madrid al cielo...y desde el cielo un agujerito para verlo
¿Qué tendrá el cielo de Madrid que atrae tantas miradas? A veces los que vivimos en la ciudad solo nos quejamos de ella; ya sea de las obras faraónicas de Gallardón (¿encontraría el cofre del tesoro?), de los atascos o del transporte público, pero no somos realmente conscientes de lo especial que es y de todos los rincones que, escondidos o no, se pueden encontrar. Hace tiempo encontré uno de ellos; no era una plaza, fuente, monumento o jardín sino que tenía forma de blog: De Madrid al cielo... rinconcito exclusivamente dedicado a la capital llena de curiosidades varias e información más que interesante.

Hace unos días decidí participar en un curioso concurso, con, como no, preguntas de la ciudad del Manzanares. Y resulta que he ganado. El premio es simbólico pero un bonito detalle y me hace bastante ilusión: la postal panorámica de la imagen, que en breve llegará a mi buzón. Un agradable comienzo de mes.

Algún día tengo que animarme e intentar escribir un relato solo para y sobre él -Madrid, se entiende ;)...-



¡Feliz puente!